Soy el tipo más peligroso de esta prisión. ¿Y sabes por qué? Porque controlo los calzoncillos
- Lamont
Hay una secuencia que me gusta mucho en esta película. Es hacia el final de su metraje. Tiene lugar un flash-back en blanco y negro (uno entre varios), y en él, por fin, conocemos al fallecido padre de la triste familia Vinyard, un bombero de ideas reaccionarias cuyos discursos xenófobos y llenos de odio van a calar muy profundo en la mente de su hijo mayor, Derek, bien interpretado por Edward Norton. En un breve diálogo conocemos las semillas del odio, el modo en que las ideas de los mayores pasan a la siguiente generación, manipulando su forma de pensar.
No es la única buena escena en esta desigual película, que muchos saludaron como una impresionante obra maestra cuando se estrenó, y que estuvo en boca de todo el mundo durante un cierto tiempo. El tema del racismo, y más concretamente, de los jóvenes neonazis, parecía haber encontrado su drama catedralicio. Pero, aunque esta película tiene suficientes motivos de interés, está muy lejos de representar la aportación definitiva a un tema tan importante. Y esto por varias razones.
Una historia de violencia
La primera de ellas es un guión tremendamente habilidoso, pero que tiende a adentrarse en terrenos fáciles, en lugares comunes, en vez de profundizar más a fondo en la llaga. Es como si supiera bien por dónde no debe moverse, para facilitar las cosas, y no se complica demasiado a la hora de hablarnos del terrible drama del llamado neonazi perfecto, y de su doliente familia. Con inteligencia, pese a todo, sabe mostrarnos bien de qué forma fueron calando en Derek unas ideas que cristalizaron con el dolor de la muerte de su padre.
En efecto, no hay nada como el odio y la destrucción, es decir como la ira, para alejar de uno mismo el dolor de una pérdida o de una existencia miserable. Esto el guión, y la película, saben sugerirlo muy bien. Al final, los neonazis no son más que una panda de inadaptados. Terriblemente violentos y peligrosos, sí, pero también sufrientes. Unos jóvenes marginales que focalizan toda su frustración en una forma de vida agresiva y radical, dirigidos por un cerebro mayor, aquí personificado por el astuto y despiadado Cameron (un buen Stacy Keach).
El viaje desde la inocencia hasta el odio, y de ahí a la comprensión y la redención por parte de Derek, se antoja anémico y forzado, innecesario casi, tendencioso y aleccionador. Los esfuerzos de Norton (ahora hablaremos sobre él) para hacer creíble esta peripecia vital son enormes, pero no bastan, porque el espectador tiene que poner demasiado de su parte para creerse que este neonazi cruel y sin sentimientos se da cuenta de sus errores. Todo queda contado de forma muy tangencial, los negros son demasiado duros o demasiado graciosillos, y los blancos demasiado manipulables o manipuladores.
La vida es más inasible y resbaladiza que esto.
Una dirección ambiciosa
La segunda razón de peso, casi definitiva, para considerar esta película muy por debajo de las exageraciones que se han dicho de ella, es la labor de su director, Tony Kaye, un londinense experto en anuncios y videoclips que se pasó a la dirección con esta película, esperando demostrar su gran talento con una obra maestra irrepetible. Y la sensación que se tiene es la de que Kaye está convencidísimo de que cada plano que filma es único, maravilloso y genial. Su exceso de autocomplacencia, su ambición, no tienen límites. Y aunque al final es cierto que tiene talento, también tiene mucho que crecer como artista.
Su decisión de mezclar dos tipos de fotografía (color y B&N) es, como poco, discutible. Pero es que, además, su uso y abuso de una cámara lenta recalcitrante, destinada a subrayar de manera exagerada los dramas internos de sus personajes, le desacreditan como un director de fuste. En su intento por firmar un drama social, tiene ecos de Oliver Stone y de Spike Lee, pero parece más preocupado por dejar claro en cada fotograma que es un genio.
No todo es negativo en su labor, nada más lejos. Este cineasta tiene capacidad para crear ambientes y atmósferas agobiantes, asfixiantes casi, y una destreza inusual para dar con la cuerda de la tensión en las imágenes, de modo que la inseguridad y la inquietud se adueñen del espectador. También es un director de actores competente, y su uso de la cámara es fluido y creativo. Pero su deseo de dejarlo todo bien mascado, de poner en un altar sus ideas, termina por despreciar la inteligencia del espectador.
Cuenta que quiso quitar su nombre de los créditos, porque denunció que Norton había reeditado su película, con el fin de lucirse más él, en detrimento del equilibrio del filme. Puede que sea cierto, pero aunque Norton quisiera ganar en protagonismo, nada de esto tiene que ver con la puesta en escena de Kaye, como por ejemplo sus planos finales de las olas en el mar, más propio de un videoclip que de un largometraje, y que nada aportan, salvo una andanada de lujosas imágenes, a la historia de los personajes.
Tengo un problema con Edward Norton
Norton asombró al mundo entero con un trabajo formidable, el de ‘Las dos caras de la verdad’, creo que se titulaba (traducción horrible para el más estimulante ‘Primal Fear’), dirigida por el mediocre Gregory Hoblit, y en la que él era lo mejor de la función de lejos. Este gran debut dejó claro que nos encontramos ante un actor de raza. Ahora bien, es un actor tan consciente de sí mismo, tan seguro de su genio (como el director, lo que son las cosas), que su trabajo acaba resintiéndose de ello.
Le ocurre algo parecido a otro gran actor muy famoso, Leonardo DiCaprio. Se nota demasiado que está interpretando, es demasiado consciente de su propia interpretación, le falta naturalidad, serenidad, que la escena fluya a través de él. Quiere ser el protagonista a toda costa. Y, de igual manera que DiCaprio, imita demasiado a sus maestros, sobre todo a Robert DeNiro, de quien ambos se han confesado discípulos irredentos.
Su interpretación fue nominada al Oscar en aquel año, aunque tuvo que conformarse con eso, porque fue Roberto Benigni quien se lo llevó. De todas formas, el ganador debió haber sido Nick Nolte, por su fabulosa intepretación en la tremebunda ‘Aflicción’. Desde entonces, Norton ha seguido intentando ganar el Oscar de manera demasiado evidente, y exagerando sus trabajos. Con el tiempo ha ganado algo en sobriedad y ha dejado de interpretar, para ganar en sinceridad, pero sigo notando que interpreta cada vez que aparece en la pantalla.
A su lado, Edward Furlong me parece que le gana la partida limpiamente. Este es un actor nato, que nunca comete el error de actuar, sino que vive la secuencia de modo absoluto. Un tanto más para James Cameron, que le descubrió en ‘Terminator 2’, y en la que ya dio muestra de una gran capacidad de sugerencia, y de una entereza asombrosa. Furlong es el opuesto a Norton, instintivo y natural, relajado y humilde. Y aunque lleva un tiempo poco presente en películas importantes, quizá en un futuro (tiene aún 32 años) pueda dar más de sí.
Conclusión
‘American History X’ merece la pena verse, pero no es, bajo ningún concepto, la película definitiva sobre los neonazis. Tal vez haga falta un talento más valiente para llevarla a cabo (y esto queda confirmado por la filmografía posterior de este director). A pesar de sus bondades, este filme es demasiado tramposo para ser tomado demasiado en serio