Iniciamos con este post el especial dedicado a uno de los más grandes —para muchos el más grande—, Alfred Hitchcock, cuya filmografía está dividida en dos partes bien diferenciables, la etapa inglesa y la americana. Nos centraremos en la americana, que es en la que alcanzó sus mayores logros aunque la inglesa posee films importantes como el presente —para un servidor el mejor que realizó en tierras británicas—, 'El hombre que sabía demasiado' ('The Man Who Knew Too Much', 1934) —film que obtuvo un enorme éxito y le dio al director británico una libertad máxima en futuros proyectos—, 'Número diecisiete' ('Number Seventeen', 1932), o cómo no '39 escalones' ('The 39 Steps', 1935). Antes de que el ilustre David O. Selznick le llamase para producirle algunos títulos Hitchcock realizó 'Alarma en el expreso' ('The Lady Vanishes', 1938) —aún realizaría otro olvidable film con Charles Laughton antes de cruzar el charco—, que para cineastas como François Truffaut era el mejor que dirigió el maestro.
No sé si se trata del mejor trabajo de Hitchcock —aunque las opiniones de Truffaut jamás deben pasarse por alto—, pero yo tengo muy claro que estamos ante una obra maestra, probablemente la primera en la filmografía del director inglés que merezca tal término. En ella queda muy claro el hecho de que Hitchcock era un gran mentiroso, el más grande de todos, y los elementos que más tarde le harían ser muy admirado, primero por el público, más tarde por la crítica, se encontraban ya todos aquí. Una película de suspense en la que la trama de espionaje es casi despreciada por su director en pos de un juego cinematográfico de primer orden, con un claro y directo sentido del humor, muy negro en algunos casos.
(From here to the end, Spoilers) 'Alarma en el expreso' da comienzo con un espectacular travelling sobre un pueblo europeo —realizado con maquetas, hoy día serían efectos digitales— inventado —primer elemento del juego que propone Hitchcock, subrayado por el gracioso idioma del lugar, también inventado— y en el que se nos presenta a multitud de personajes de lo más variopinto. Desde la pareja cómica formada por Basil Radford y Naunton Wayne —invención del guionista Sidney Gilliat que les haría apaecer en más películas como por ejemplo 'Night Train to Munich' (id, Carol Reed, 1940)— hasta la pareja protagonista compuesta por Margaret Lockwood y Michael Redgrave, y cómo no, la entrañable señora Froy, papel a cargo de Dame May Whitty, personaje que casi podría considerarse un mcguffin en sí mismo.
Más tarde, cuando nos hemos familiarizado con algunos de los personajes, y asistido a situaciones de pura comedia —el supuesto ruido que hace el músico al que interpreta Redgrave—, acompañados de afilados diálogos sobre la política o las mujeres, más un asesinato y otro intento, la situación se traslada a un tren, maravilloso escenario de muchas películas de misterio y que siempre ejerce cierto poder de fascinación —¿por qué los trenes, al igual que las discotecas, por poner otro ejemplo, quedan tan bien en pantalla?—. Allí, y con más personajes a bordo, Hitchcock dará rienda suelta a su juego y aceptando el hecho de que se monta todo un enorme lío innecesario por el simple mensaje —glorioso detalle de guión— que una viejecita debe llevar a lugar seguro, nos brindará un alucinante divertimento sin parangón que combina con envidiable facilidad el suspense y la comedia.
Aún siendo testigos de la presencia, o existencia, de la simpática anciana, Hitchcock llega a lograr que dudemos de si lo que hemos visto hasta el momento de la desaparición de la misma es cierto o no. Con un soberbio punto de vista centrado en el personaje de Lockwood seremos también las víctimas del maquiavélico engaño llevado a cabo por más personajes de los que pensamos, incluido el propio director, recordemos el mayor mentiroso del mundo. Así pues Hitchcock no sólo nos hace disfrutar con su película, sino ser partícipes de su entramado hasta el punto de que llegamos a dudar de nuestras capacidades de observación para más tarde devolvernos nuestro orgullo. En el camino habremos disfrutado de secuencias tan surrealistas como la pelea entre los protagonistas y el ilusionista italiano, alargada hasta la extenuación, o el impagable final en el que vida, muerte y futuro se dan la mano.
Puede que peque de demasiado sentimentalista pero siempre me ha emocionado ese epílogo en el que la duda sobre el destino de la anciana queda resuelto. Un excepcional travelling sigue a los protagonistas hasta una estancia de la que proviene una melodía que a esas alturas ya debemos sabernos de memoria. Los tres se alegran de verse y esa alegría es contagiosa porque significa el triunfo de lo auténtico, de lo correcto, de la paz si se quiere ver así. Una cara llena de felicidad y unas manos que se aprietan como símbolo de amistad y resultado del esfuerzo. No hay palabras, no son necesarias, y Hitchcock lo sabe perfectamente, porque a través de una mentira ha alcanzado la verdad y deja que el espectador se emocione en silencio.
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