Cuando hace algunas pocas semanas cuestionaba, y ponía en el que yo creo es su justo lugar, una película tan famosa y tan poco defendible (salvo por Russell Crowe) como ‘Gladiator’, algún lector sacó a colación la realización número dieciocho de Oliver Stone, considerándola, como mucha gente ha hecho ya, una simple apología de la homosexualidad. Yo ya tenía pensado hacer un díptico entre aquélla y ésta, para dejar claro mis ideas al respecto de ambas, comparando sus imágenes.
‘Alejandro Magno’ podría ser la película más incomprendida, odiada sin motivo, atacada y vilipendiada de lo que llevamos de década (teniendo en cuenta, claro está, su ambición y sus pretensiones). Pero quizás a muchos les sorprenda leer aquí que este cinéfilo considera una gran injusticia tal recibimiento, y es que pienso que esta película es la más arriesgada, compleja y hermosa de todas las que ha dirigido Stone (siendo ‘J.F.K.’ la más oscura y personal), un viaje que nos lleva mucho más allá de una mera apología absurda sobre la homosexualidad, o de un retrato más o menos cabal del legendario hombre que da título a la historia, para erigirse en un título verdaderamente único.
Proyecto largamente acariciado por un cineasta interesado en las grandes figuras políticas de la historia (y Alexander lo es, entre otras muchas cosas, tanto como Nixon, Kennedy, Castro o Jim Morrison), cuenta Stone que todo cambió para él, después de varias tentativas, cuando conoció a Colin Farrell, el cual representó el empuje definitivo para poder llevar a término este ambicioso proyecto. Precisamente la punta de lanza de los numerosísimos detractores de esta película es el actor irlandés, también cuestionado de manera implacable en la bellísima ‘The New World’. Y es que este intérprete encadenó dos interpretaciones que provocaron una gran incomprensión
Pocas veces, en el cine de los últimos años, un trabajo tan poderoso, valiente e intenso ha sido objeto de burlas tan crueles y despiadadas, tan desproporcionadas y sonrojantes. En lo que a mí respecta, Colin Farrel es un actor tremendamente interesante, que aquí se revela una verdadera fuerza de la naturaleza, capaz de dotar de gran fragilidad al gigante guerrero, de grandes defectos y zonas oscuras, pero también de una trémula humanidad, de una pasión autodestructiva y romántica, de una trágica imperfección emocional, y, ante todo, de una visión y sensibilidad muy superiores al resto de los personajes. Porque la fortaleza de un intérprete se mide por la dificultad a la que se enfrenta, y este papel es uno de los más difíciles a los que un actor puede escalar.
Si esta entrada se titula “conquistando a la muerte”, es por doble motivo. Por un lado, tal como Stone refleja en el itinerario vital de su protagonista, el objetivo interno de Alejandro, un hombre asombroso tanto en sus luces como en sus sombras, era vencer a la muerte. Viajar hasta el fin del mundo conocido, encontrar un hogar más allá de la muerte. En su arenga a sus soldados, justo antes de la batalla en Gaugamela, Alejandro pronuncia estas palabras para darles valor: “conquistad vuestro miedo y os prometo que conquistaréis la muerte”. Y lo mismo le sucede a esta película, a la que muchos dieron por muerta en el momento de su estreno. Sin embargo, estoy seguro de que dentro de unos años la cosa cambiará.
Porque ‘Alejandro Magno’ se mueve a numerosos niveles (emocionales, históricos, genéricos), con una pasión y una convicción que la alejan muchísimo de la versión que dirigiera el gran Robert Rossen en 1956, firmando uno de sus trabajos menos personales, adentrándose de manera superficial, como si se tratara de un general romano o macedonio más, sin poder aportar nada al misterio de la mente de un hombre que soló unir Europa y Asia, construyendo un imperio “no de tierra y oro, sino de la mente”.
¿Cómo hacer una película sobre Alejandro?
“¿Es posible que existiera un hombre como Alejandro?”, se pregunta un anciano Ptolomeo (maravilloso Anthony Hopkins). “Por supuesto que no, le idealizamos, le imaginamos mejor de lo que era”. Tampoco es posible hacer la película sobre el mito de manera que las numerosas aristas de su leyenda queden satisfechas en la mente del espectador. De manera muy inteligente, el relato arranca con la muerte del protagonista, volando 40 años más tarde a Egipto, donde Ptolomeo le cuenta sus memorias al escriba. No es, por tanto, un personaje “real”, sino imaginado, “recordado”. Las licencias, por tanto, están permitidas. Sin embargo, no comprometen el equilibrio formal ni tramático.
Ahí tenemos a la también muy criticada Angelina Jolie (una Olympia que parece no envejecer a lo largo de casi tres décadas, que para Stone es casi una hechicera), y a un estupendo Val Kilmer (que interpreta a un furioso Filipo II). Ambos padres de Alejandro representan su lado espiritual/abstracto y su lado físico/guerrero, y establecen su trágica dualidad, que se debate entre las riquezas materiales e intelectuales del mundo a conquistar, desechando las primeras y luchando con sus propios hombres de confianza para que comprendan las segundas. Así, este relato se aleja mucho de lo que se le supone a una película hollywoodiense de aventuras, y muchos salieron desencantados pues eso era precisamente lo que esperaban. Muy al contrario, se trata de un proyecto hecho con dinero europeo, mayoritariamente, que se opone a los estándares predecibles de representación de mitos.
De modo que la ambivalencia sexual de Alexander no sólo no es sutil, sino directamente explícita (“nada le venció, salvo los muslos de Hefestión”), pero retratada con gran desesperación y romanticismo, y con una elegancia encomiable, huyendo de la provocación que muchos atribuyeron a Stone, pero que no se encuentra ni por asomo, más allá de la propia visión de Stone sobre el personaje, al que trata con respeto en todo momento, así como a Hefestión (apuesto y soñador Jared Leto), y a Roxane (sinuosa Rosario Dawson). Pero no menos importantes y complejas son sus relaciones con el general de su padre, Clito (bárbaro Gary Stretch), o con el resto de sus cohortes. Los diálogos que las retratan poseen un tono trágico y de gran intensidad, acordes con la grandeza sensorial del relato.
Porque el que quiera huir del entramado, que bordea el existencialismo, también obtendrá dos grandiosas batallas, muy diferentes entre sí, pero complementarias (y llevadas al paroxismo por la mejor música que ha escrito Vangelis en mucho tiempo). Si el viaje está vertebrado por las palabras de Ptolomeo, la altura emocional del mismo está sostenida por estos dos pilares que la elevan a los altares del horror y la terrorífica belleza del combate. Así mismo, estas dos batallas actúan como pinzas que ayudan a pasar, de forma natural, del primer acto al segundo, y de este al tercero. Gaugamela (Persia), por su parte, es un ejemplo del talento visual de Stone, y de su audacia formal (como el extraño montaje en el discurso del rey). Nunca vimos una batalla de estas dimensiones recogida desde el aire (empleando para ello el recurso poético del águila poética de Alejandro), de tal modo que todo queda claro. La genial táctica de Alejandro se va desarrollando sin que nos perdamos en ningún momento, mostrándonos cómo se desarrollan los flancos derecho, izquierdo y central.
Por otro lado, la batalla del Indo-Kush es mucho más salvaje, sanguinaria y bestial, y allí un exhausto y harto Alejandro (fenomenal Farrell, que vive la secuencia con una intensidad y una verdad ejemplares) mira por fin a la muerte a los ojos, y alcanza el límite de su genio militar y de su fuerza de voluntad. La larga y tortuosa secuencia es una verdadera pesadilla, con una planificación dantesca y brillante, de tintes dementes y místicos (gran culpa de ello la tiene el formidable trabajo del operador Rodrigo Prieto). Realmente el final de un viaje sin fin, en el que se han sacrificado para el espectador momentos muy importantes de la vida de Alejandro, como su coronación en Egipto al modo de un Dios (previo a Gaugamela), con el objetivo de equilibrar una película siempre al borde del desequilibrio.
Se yergue así esta impredecible, hermosa e incomprendida película, de la que estoy seguro dentro de no demasiados años se hablará de forma muy distinta a como la mayoría habla ahora de ella. Alejandro no es Máximo, no es de una pieza sino profundamente imperfecto, lo que le hace más humano, más cercano a todos. De esa forma, simpatizamos con él. Pues su viaje es el nuestro, un viaje interior, en la búsqueda de la propia identidad y libertad personal. Tal como dice Ptolomeo, ¿cómo explicar lo que es ser joven…y soñar grandes sueños?
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