Mi hermano siempre dice que el miedo es la mayor vergüenza, y que sólo los cobardes huyen.
Es curioso cómo la nacionalidad de una película, acompañada por el género, puede marcar tanto al público, inducirle tanto a pensar en cómo será y si le va a gustar o le parecerá una tontería o un aburrimiento, como si se tratase de una fórmula prácticamente infalible. Si se trata de un drama de producción israelí, me juego una deliciosa bolsa de palomitas dulces recién hechas a que la gran mayoría pensará que puede emplear el tiempo en mil cosas mejores que en ir a verla, que será un rollo sobre unos cansinos problemas cotidianos. ¿Cierto? Bueno, aquí tenéis otra excepción a la fórmula.
‘Ajami’ es el título de una película que ha pasado desapercibida por nuestras carteleras (se estrenó el pasado 26 de marzo), y no debería. Recibió la Cámara de oro en el festival de Cannes y fue una de las cinco candidatas que compitió por el preciado Oscar a la mejor película de habla no inglesa de la pasada edición, que como sabéis acabó siendo para la argentina ‘El secreto de sus ojos’ (la que precisamente tenía un sabor estadounidense). Cuando se hablaba sobre estas películas antes de la ceremonia, en busca de la ganadora, se decía, con todo desconocimiento, que ‘Ajami’ estaba ahí porque venía de Israel, y no por sus cualidades artísticas. Una vez vista, sólo se puede concluir que la nominación era totalmente justa, y que se trata de un film muy valioso, un crudo y valiente retrato de un infierno camuflado en la Tierra.
Piezas del horror cotidiano
Escrita y dirigida por Scandar Copti y Yaron Shani, ‘Ajami’ es un interesante mosaico de historias entrelazadas marcadas por la violencia, que recuerda inevitablemente a ‘Amores perros’ (o a ‘Ciudad de Dios’) tanto por su estructura como por su tono áspero, sucio y realista, lejos de las habituales propuestas estadounidenses, como la premiada y blandita ‘Crash’. El trabajo de Copti y Shani posee una contundencia natural, la cámara capta la vida de una forma directa, desprovista de falsedades ni licencias (tampoco música extradiegética), de una manera imparcial, tratando sencillamente de mostrar lo que hay, como si fuera un documental.
Y lo que hay, lo que se respira y se vive, no es más que un horror asfixiante, una existencia miserable rodeada de tristeza, opresión y violencia, en la que no hay lugar para la esperanza. Ha debido contribuir sin duda, para lograr un fresco tan auténtico, la osadía y la naturaleza de dos realizadores de origen tan conflictivo, uno palestino y otro judío, pero cuya colaboración ha dado estupendos frutos cinematográficos (además de los reconocimientos ya mencionados, fue la película más premiada de Israel en 2009). Ellos hablan de milagro, y eso parece si tenemos en cuenta que ninguno de los dos había dirigido nada antes; Copti ni siquiera estudió cine.
A través de varios capítulos claramente separados vamos conociendo a los protagonistas (sus puntos de vista, sus circunstancias) de una historia coral cuyas piezas se muestran desordenadas, revelándose una vez resuelto el puzzle que todas sus existencias están conectadas, aunque cada uno crea vivir en un mundo aparte (¿acaso no lo creemos todos?); la jugada del azar, válida en este tipo de relatos, está bien resuelta, no resulta forzada. Pero también puede verse este montaje no lineal, aparentemente anárquico, como una metáfora del caos reinante en la zona, y es que realmente cuesta entender cómo logran sobrevivir estas gentes, de creencias tan firmes y diferentes, en lo que parece ser un campo de batalla diario, absurdo y despiadado.
Lo que capta la intrépida cámara de estos dos realizadores debutantes es un mosaico de vidas al límite en Ajami, un barrio pobre de la ciudad de Jaffa, al sur de Tel Aviv, en Israel. La mezcla cultural, religiosa, lingüístisca y étnica es pura dinamita; judíos, musulmanes y cristianos viven en constante tensión, y las explosiones de violencia son el pan de cada día. Esto lo representan estupendamente unos actores que son en realidad vecinos de la zona que da título al film, un gran acierto por parte de los directores, quienes ensayaron con ellos durante diez meses para tratar de recrear el escenario de la manera más fiel posible; tanto lo viven que a veces parece que se peguen realmente.
Como suele ocurrir en este tipo de relatos, unas historias son más jugosas que otras, y puede que alguna llegue a provocar un bajón de interés en el espectador. En este sentido, una solución podría haber sido ajustar un poco más la duración, realizando un montaje más severo y útil, omitiendo por ejemplo una escena demasiado larga en la que sólo vemos a una familia llorando, algo obvio y que no aporta gran cosa. Por otro lado, y esto sólo es un error indirecto, también resulta complicado para el público occidental adentrarse plenamente en el complejo universo de ‘Ajami’, pues se le lanza a uno sin aviso y no hay ningún tipo de aclaración, nunca, todo lo debes ir procesando a la velocidad a la que se suceden los hechos, por lo es posible que el film se le atragante a quien necesite entenderlo todo constantemente, en lugar de observar y sentir. Una película notable, diferente y arriesgada que merece, al menos, un visionado.