En 2001 José Luis Guerín dio el pelotazo con su documental ‘En construcción’ que estuvo, en mi opinión, un tanto sobrevalorado, más que por lo bien que se consideró, por lo mucho que se habló de él. Anteriormente había rodado ‘Tren de sombras’, ‘City of Life’, Innisfree’ y ‘Los motivos de Berta’. Como corresponde a un documentalista, es guionista y montador de sus trabajos, además de director. Ahora Guerín estrena una película de ficción que comparte con los documentales el gusto por la contemplación y la prolongación en el tiempo de sus planos, pero que no tiene nada de realista.
El protagonista de ‘En la ciudad de Sylvia’ observa a las jóvenes que consumen bebidas en el café de la Escuela de Arte Dramático mientras dibuja bocetos de sus rostros. Una de estas mujeres le llama la atención más que el resto y él se decide a seguirla por todo Estrasburgo. Más tarde, ambos montados en un tranvía, tendrán su primera y única conversación: ella se había percatado de que la seguía y además, no es la joven que él creía haber encontrado.
Pero mientras ella no está dentro del cuadro y el poeta y dibujante se aísla del mundo el nivel de la película decae de manera considerable. La mayor impostura acontece cuando, sentado en el café del conservatorio, el protagonista retrata a quienes lo rodean. Todos son tan guapos y guapas, todos van tan armoniosamente ataviados, que parece que estuviésemos presenciando un eterno anuncio de Tommy Hilfiger. El estilo cercano al documental que debería dar como resultado un gran realismo se da de bruces con tanta falsedad.
La ciudad, como ya indica el título, es la tercera protagonista, formando parte de la historia, con sus peculiares personajes, como lo hacían los espacios en los films de Jacques Tati. Ese vendedor de flores que cojea, el que insiste con sus mecheros que rugen como leones, la vieja que arroja las botellas de cerveza vacías… Aquí reconocemos al Guerín que retrató el Raval de Barcelona en ‘En construcción’. Y los retazos de crítica social se le cuelan en una cinta en la que no hacen falta, como si el autor aún no hubiese podido desprenderse de ellos ni a base de plumazos. Se completa la ambientación con un excelente trabajo en las mezclas de sonido que recuerda a los monólogos interiores de ‘El cielo sobre Berlín’, quizá el mejor film de Wim Wenders.
Los escasos 83 minutos de duración se reparten de forma demasiado desigual logrando un film que puede llegar a ser grandioso en momentos y que también peca de afectado y artificial en otros. Por lo menos, su brevedad es una muestra de que Guerín sabe ceñirse a lo esencial de su premisa: la película está cristalinamente construida y se desarrolla, en la mayoría de los casos, de forma impecable. Todo un brutal contraste con la desaforada duración de su otra película “de ficción”, ‘Los motivos de Berta’, que no pasaba de ser una versión preescolar de la superior ‘El espíritu de la colmena’. Guerín nos ha contado una historia, en el fondo, “de toda la vida” y ha logrado la que es, con diferencia, su mejor película.
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