‘El romance de Astrea y Celadón’ en una aldea gala, pero no en la que pensáis

En los años ‘90, Eric Rohmer vivió una segunda juventud y un cierto éxito de público con sus ‘Cuentos de las cuatro estaciones’. Sus historias intimistas, creíbles, con un grado de realidad e intimidad que el cine sólo ha vuelto a conocer en el díptico ‘Antes del amanecer’ y ‘Antes del atardecer’ de Richard Linklater, consiguieron un público nuevo y joven para Rohmer. En la nueva década, sin embargo, Eric Rohmer ha apostado por un particular —nada en Rohmer es lo “normal”— tipo de cine histórico que le ha alejado definitivamente del gran público. Viendo la fea y desastrosa ‘La inglesa y el duque’ no me extraña. Esa película tan ultraconservadora, maniquea, aburrida y rodada en el vídeo más feo que haya contemplado en una sala de cine hizo que ni me plantease ver su siguiente obra: ‘Agente triple’.

Ahora, Rohmer regresa a las pantallas con ‘El romance de Astrea y Celadón’, una adaptación... ¡de una novela del siglo XVII sobre una historia que ocurrió en el V! Se sitúa en una aldea gala apenas romanizada, pero sin los trajes y bigotes que dibujaba Albert Uderzo en ‘Astérix’, sino con elegantes ropajes del siglo XVII. Los protagonistas son pastorcillos adolescentes, pero se mueven por el campo como príncipes y princesas en sus aposentos y recitan poesías o hablan de religión como los mejores pensadores. Rohmer no intenta efectismos de cámara y puesta en escena (nunca los hizo en su cine) para que todo parezca más intenso y actual. Simplemente, despoja la historia original de muchas subtramas y confía en el “poder del cine” para que todo parezca auténtico, a pesar de los trajes y mohínes del siglo XVII.

El film nos cuenta que Astrea, en un arrebato de celos derivados de un malentendido, prohíbe a Celadón que se muestre en su presencia. El bello pastor, ciego de amor por ella, decide suicidarse. Pero en lugar de ser engullido por las aguas, como creen sus seres queridos, es recogido en secreto por unas ninfas del bosque. Una de ella, prendada de la hermosura del muchacho, quiere desposarlo y lo oculta a los habitantes de la aldea. Celadón huye del encierro en el que está confinado por la ninfa, pero no se aparece ante los que lo creen muerto, pues se mantiene fiel a la promesa que le hizo a Astrea. Mientras el efebo se convierte en ermitaño, un druida les sugiere vestirse de mujer, dada su femenina delicadeza, y así poder volver a ver a su amada sin quebrar su promesa.

Este curioso cambio de sexo da pie a un delirante final, lleno de un desaforado lesbianismo, que es una de las grandes sorpresas de la novela de Ufré. La gravedad y recato que podríamos esperar de un material escrito hace tantos siglos brillan por su ausencia. Astrea deja caer “descuidadamente” su camisón y enseña, o bien un seno, o bien el otro, mientras Celadón, fingiendo ser su amiga, no se queda corto en caricias.

Quien se esté animando a verla tras leer sobre tanta libertad sexual, que sepa que el radicalismo de Rohmer le lleva a incluir múltiples canciones de trovador, ilustradas cual si de videoclip de cine mudo se tratase, o a hacer disquisiciones religiosas muy de la contrarreforma, de la cual la obra de Urfé era un pilar, en la que los dioses galos Tutatis y Belenos eran reinterpretados desde el prisma del cristianismo (los fans de Astérix pueden encontrarle su gracia a esos momentos).

Los actores no destacan tanto como en otras películas de Rohmer, pero la feminidad de Andy Gillet – un Ashton Kutcher francés, para entendernos – le sirve muy bien al personaje de Celadón. Por su parte, Stéphanie de Crayencour, con sus sobreactuaciones varias, no pasará a la historia de las actrices Rohmerianas, pero tiene el físico justo y adecuado para que la inmensa escena final funcione de maravilla, lo cual no es poco.

En resumidas cuentas, con su naturalidad, con recursos propios del cine mudo (múltiples fundidos y encadenados, carteles para los pasos de tiempo, formato de 1,33...) Rohmer ha hecho una película radical, distinta: arcaica y moderna, pesada y fascinante. Su intención era reivindicar una olvidada y denostada novela francesa del XVII. De una forma muy particular, lo ha logrado con creces.

Portada de Espinof