Cuando, en cierta secuencia, al término de ‘Death Proof’, sentimos compasión por un asesino despiadado como Stuntman Mike, interpretado con gran oficio por Kurt Russell, nos sentimos también miserables por experimentar ese sentimiento, mientras asistimos a la implacable venganza de la que es objeto, y por cierto que merecida venganza. Algo similar ocurría en la que posiblemente sea la obra magna del director de Tennessee, Kill Bill, pues en la venganza de La Novia sus enemigos llegaban a adquirir cierta dignidad a la hora de morir.
Ahora, con este ‘Inglourious Basterds’ (no voy a escribir la estúpida traducción española), Tarantino nos entrega, como suele hacer, una fuerte dosis de sí mismo, en su extraño y feroz, brillante y desequilibrado, homenaje y reescritura de las constantes del cine de aventuras y espionaje con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial, y lo hace arrebatándoles la humanidad a la mayoría de los aliados y dándosela algunos nazis, elaborando una fascinante galería de rostros y caracteres, para un violento zarpazo de ingenioso y arrollador cine de autor.
Los personajes, y sus actores, son el motivo de esta película
Dice Tarantino que cuando escribe, puede tener en la cabeza algunas ideas o alguna estructura previa, pero que sus personajes, a los que con tanto mimo ha esbozado, son los que le van dictando qué es lo que va a suceder. También toma a dictado los diálogos, imaginando que les oye hablar. Ha llegado hasta tal punto, en la confianza extrema que tiene a sus hijos de papel y celuloide, que les permite incluso cambiar el rumbo de la historia, en una orgía de sangre final de pasmoso salvajismo. Todo es posible en esta oda desenfrenada al poder subversivo del cine.
Porque amor al cine hay en el cariño de Tarantino no sólo a sus personajes, sino a los actores que les interpretan, todos ellos, como siempre, en estado de gracia, y muchos (sobre todo Pitt y Waltz) como si no fueran ellos, en una transformación física y anímica absoluta, embebidos de sus propias creaciones, pletóricos de felicidad y talento por participar en esta fantasía lúdica, verdadero capricho estético del director que ha de entenderse como tal. En él hay cabida para que una actriz célebre (Kruger, que parece fugada de alguna película clásica de los años treinta) acuda a una misión suicida con un crítico de cine (Fassbender, en una creación estupenda), y termine su labor la dueña de un vetusto cine sediente de sangre nazi.
Pero de todos ellos el personaje más inolvidable de la película es, sin lugar a dudas, el fascinante monstruo alemán interpretado con inusual maestría por el casi desconocido Christoph Waltz, que se inscribe con letras de oro en la larga tradición de sádicos y astutos oficiales nazis de la historia del cine. Hans Landa es un cruce entre el doctor Lecter, Sherlock Holmes y Reinhard Heydrich, y con él Tarantino echa el resto y añade otro complejo y oscuro rostro a su particular universo. Ganador del premio en Cannes, es probable su nominación al Oscar como mejor secundario, pero esto es un filme coral, y su personaje no tiene nada de secundario, de hecho es la pieza catedralicia de la película.
Un relato que se hace corto
Presentada en el Festival de Cannes de este año, dentro de su Sección Oficial a concurso, la séptima realización de Quentin Tarantino fue vista allí con un montaje diferente del que ahora llega a las salas. Como Blogdecine no estuvo presente en Cannes, sólo pueden aventurarse conjeturas acerca de tal montaje, en teoría más corto que el que ahora ha llegado a las salas y a San Sebastián. La película dura 160 minutos, estructurados en cinco grandes bloques o capítulos que abarcan un núcleo central que se va ramificando con total naturalidad.
No existen, por tanto, tres actos definidos y diferenciados. Me comentaba Alberto Abuín que es una película de momentos. Y es cierto, pero hecho a drede. Los cinco bloques están escritos de modo que parece que van, cada uno de ellos, perforando y percutiendo en una idea y un motivo, hasta profundizar en ella y terminar con un gran clímax que salpica el futuro devenir de los acontecimientos. Y todo comienza, y termina con Landa. Primero en el capítulo 1, que a modo de introducción nos presenta a este abyecto y encantador personaje (y que es una de las mejores secuencias jamás dirigidas por Tarantino), y finalmente en el capítulo 5, donde Landa conoce un inesperado desenlace al inesperado giro que él mismo había provocado.
Entre medias, saltos temporales tan del gusto del director, un capítulo dedicado al precioso personaje de Mélanie Laurent, y el fabuloso capítulo de la posada, en el que Tarantino, como venía haciendo durante toda la película, llega lo más lejos posible en la dilatación del tiempo. En ese sentido el relato se hace corto: no sólo porque desearíamos conocer más a fondo a estos personajes, sino porque el objetivo de Tarantino, más que la acción, es el suspense. El tiempo se alarga hasta el paroxismo, para deleite de las mascaradas que supone el lenguaje.
Lenguaje en doble sentido, el visual y el sonoro, este último auténtico motivo y razón de ser del suspense, pues con los diferentes idiomas y acentos, Tarantino desvela su gran pasión por la voz y los juegos de palabras. De hecho, sólo se lanzó a hacer ‘Inglourious Basterds’ con confianza cuando conoció al políglota Waltz. Y todo esto convierte el mero hecho de asistir a verla doblada al español en un disparate sin pies ni cabeza, pues se pierde un nivel importantísimo de esta estupenda película. Una película en la que el tono y el estilo parecen fluctuar con desdén, pero que está filmada con verdadero arrojo, y cuyo montaje final parece algo tosco y acerado, pero eso no hace sino acrecentar su bestialismo y su sequedad visual.
Tarantino se ríe de la Segunda Guerra Mundial, pero también del género. Al mismo tiempo, les riden pleitesía a ambos. No quiere hacer un filme perfecto, quiere grandes momentos, disfrute lúdico, sorprender, hacer reir, de la mano de estos “infames hijoputas”. Y lo consigue con creces. Vaya si lo consigue.