Siempre que se da el caso resulta en un trago bastante amargo, pero, lamentablemente, no son pocos los largometrajes que, con el fin de enmascarar sus carencias, ya sean estructurales, dramáticas o interpretativas, terminan ofreciendo ejercicios vacíos y exentos de alma maquillados con estéticas hipervitaminadas y florituras formales que no van más allá de la simple exhibición de músculo. Simples y ruidosos artificios incapaces de estimular más allá de las retinas del público.
El tratamiento formal de una película, o de cualquier producción audiovisual con vocación narrativa, debería —y debe— trascender al simple reclamo comercial o al MacGuffin técnico para cumplir su verdadera función : hacer las veces de una herramienta más al servicio del director y de la historia, destinada a potenciar los temas y discursos sobre los que pivota el relato, y a llevar la emoción a un nuevo nivel.
La magistral '1917' es un claro ejemplo de esto último; utilizando un espectacular —falso— plano secuencia que enmarcar dentro de las más grandes virguerías que nos haya dado el medio durante los últimos años para introducirnos de lleno en las desoladoras trincheras de la I Guerra Mundial y hacernos sentir a flor de piel el torbellino de sensaciones que azota a sus sufridores protagonistas. El resultado no ha terminado siendo otro que un clásico instantáneo dentro y fuera del género.
Cine en estado puro
El cielo brilla despejado, azul celeste, sobre un campo verde plagado de flores y vegetación de colores vivos en el que descansan dos soldados. Reina la paz, pero con el inicio del primer movimiento de cámara y el seguimiento del dúo de personajes, las tonalidades comienzan a teñirse progresivamente, desaturándose y bañando la pantalla del marrón predominante entre el barro y el horror de las trincheras.
Esta casi imperceptible transición supone un descenso a los infiernos del que no saldremos en los 119 minutos más estimulantes y épicos que, probablemente, vayamos a ver —y permítanme el riesgo de afirmar esto en pleno mes de enero—, en este 2020 recién inaugurado. Una travesía en primera persona, como testigo silencioso, a través del horror de la guerra, en una de las obras más lúcidas que nos ha regalado el cine bélico durante los últimos años.
No cabe duda de que nos encontramos ante una cinta que, irremediablemente, maravilla en primera instancia a través de la vista. Es complicado expresar con palabras la inmensa labor que Roger Deakins ha llevado a cabo en una '1917' que se sitúa instantáneamente entre los primeros puestos de su extensa y deslumbrante filmografía; palabras mayores si tenemos en cuenta que estamos ante el firmante de joyas como, 'Prisioneros' o 'Blade Runner 2049'.
El maestro ha puesto al límite las capacidades —y la ergonomía— de la ARRI Alexa Mini LF, articulando unas escenas de acción impensables tratándose de una pieza concebida como un gran plano secuencia, llevando al extremo los juegos de claroscuros y el uso de elementos como el fuego —un nuevo nivel respecto a lo visto en 'Sicario' y 'Skyfall'—, y extrayendo oro del igualmente espléndido montaje interno para hacer que la adrenalina fluya incansable entre el patio de butacas.
Pero, camuflada entre el gran espectáculo de acción y pirotecnia, la figura de Sam Mendes hace acto de presencia para, apoyado por las viscerales interpretaciones de George MacKay y Dean-Charles Chapman, equilibrar el conjunto con pasajes íntimos, enormemente emotivos e, incluso, hermosos —la escena de los cerezos es para enmarcar— entre los que se vela el mohíno discurso de '1917'.
He de confesar que no soy un espectador de lágrima fácil. Por ello, cuando un largometraje es capaz de romperte tanto por el impacto visual, con una reacción propia del síndrome de Stendhal, como por la emoción propia de la narrativa y sus devenires, sabes que estás frente a una obra única. Y es que es complicado contener el entusiasmo —y las lágrimas— ante un logro cinematográfico tan inmenso como '1917'.
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