'12 años de esclavitud', prisioneros

‘12 años de esclavitud’ (’12 Years a Slave’, Steve McQueen, 2013) está nominada a nueve Oscars y son muchos los que creen, y desean, que sea la triunfadora de la noche. Sin haber arrasado en ningún certamen previo de premios la cosa aún no está nada clara, pues dos fuertes competidoras se lo pondrán muy difícil: ‘Gravity’ (id, Alfonso Cuarón, 2013) y ‘La gran estafa americana’ (‘American Hustle, David O. Russell, 2013). Tres películas muy diferentes entre sí que han encandilado a crítica y público de formas muy distintas. El tercer trabajo del británico Steve McQueen sigue la línea iniciada por el director en su primer largometraje, la impactante ‘Hunger’ (id, 2008), una obra muy física en la que se cebaba en las consecuencias y derivaciones de castigar un cuerpo humano.

Tras la polémica ‘Shame’ (id, 2011), en la que le castigo era disfrazado de placer, McQueen sorprende temáticamente en su tercera película. El vergonzoso pasado, o mejor dicho una parte del mismo, de los Estados Unidos, salvajemente retratado por un británico, que a diferencia de muchos cineastas yanquis —los pocos que se han atrevido sobre el tema de la esclavitud, ya que hay menos películas sobre el tema de las que se dicen—, pone los huevos sobre la mesa para hablarnos de tú a tú con una capacidad de sugestión rara vez vista en un producto que se supone mainstream y de cuya etiqueta se aparta considerablemente. El milagro, conmover marcando cierta distancia emocional, y conservar el punto de vista de su protagonista, un impresionante Chiwetel Ejiofor.

(From here to the end, Spoilers) Por primera vez McQueen no se hace cargo del guión de su película, labor que pertenece a John Ridley —guionista con un currículum de lo más curioso, desde ‘Giro al infierno’ (‘U-Turn’, Oliver Stone, 1997) hasta ‘Red Tails’ (id, Anthony Hemingway, 2011)—, pero no importa, el film es puro McQueen y no por el tema ni porque él sea negro y sea más adecuado para dirigir la historia, sino porque se reconoce en cada plano, en cada secuencia, su estilo, minimalista, conciso, condenadamente certero en su puesta en escena, cortando planos, realizando inteligentes encadenados y desenfocados, y también dolorosos planos secuencia. Una película que puede tener algo de clasicismo tan del gusto de los académicos, y de un servidor, pero también arrojo y valentía.

¿La historia? La de Solomon Northup (Ejiofor), autor del libro en el que se basa el guión de Ridley, un hombre libre, músico especializado en el violín que un día es engañado y vendido como esclavo, estatus en el que permanece durante doce largos años hasta que es liberado. El film recoge los diferentes sitios por los que pasa hasta que termina siendo propiedad de un par de amos, uno tras otro, y de muy diferente moralidad cada uno de ellos. Todo el mundo se quedará con la brillante composición de Michael Fassbender como sádico esclavista, y no es para menos, su rol aterra a distancia y posee momentos muy perturbadores —ese instante lleno de una calma amenazante cuando Epps (Fassbender) coge una noche a Solomon y le acusa de escribir una carta— amén de una interpretación muy bien controlada por el que es uno de los mejores actores de la historia, así, como suena.

Sin embargo, en un personaje secundario, el Sherlock Holmes más querido de la actualidad, Benedict Cumberbatch, da vida a Ford, un personaje que podríamos ser muchos de nosotros, que lejos de formar parte del grupo de desalmados que poseen a otros seres humanos para su goce y disfrute personal esclavizándolos hasta límites insospechados, peor es quizá consentirlo mirando hacia otro lado, rindiéndose ante las normas de un sistema equivocado. De esa forma y partiendo la narración del momento previo al secuestro de Solomon, McQueen nos habla de la esclavitud sin ningún tipo de lección moral, pues además de lograr sonrojarnos con dicho personaje, uno de los más blandos del relato, nos mete en el centro de la infamia que dice mi compañero Pablo, haciéndonos sentir la esclavitud. Acompañamos a Solomon en cada uno de sus años no sentidos en la narración, pues como él estamos perdidos y desconocemos el paso real del tiempo. Sólo su cambiante rostro va dando una muestra, física, de ello.

Con un trabajo actoral de primera —más los comentados conviene citar a Paul Dano, a una sorprendente Sarah Paulson, a la debutante Lupita Nyong’o, y a un entregado Brad Pitt, también productor del evento—, un sensacional trabajo de fotografía de Sean Bobbitt, extrañamente no nominado, y un invisible Hans Zimmer —están más presentes los temas tradicionales que el score, huyendo de la manipulación musical a la hora de emocionar al espectador, por ejemplo el muy difícil final— McQueen entra por la puerta grande en el cine yanqui —es una coproducción— rescatando una parte de un pasado lejano atreviéndose a hacerlo actual, pues ¿no es acaso de una enorme valentía el hablar de las diferencias extremas de las clases sociales entre blancos y negros en un film sobre la esclavitud en una época crítica en nuestra sociedad en la que los ricos son cada vez más ricos y los pobres casi unos esclavos?

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