'No habrá paz para los malvados', dejad sitio a Urbizu, insensatos

'No habrá paz para los malvados', dejad sitio a Urbizu, insensatos
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Voy al cine en muy buena compañía a ver ‘No habrá paz para los malvados’ (Enrique Urbizu, 2011) y transcurridos quince minutos de proyección uno tiene la sensación de que está asistiendo a algo grande. No es un engaño, ni una de esas falsas apreciaciones que a veces suelen darse, motivados más bien por la mediocridad reinante en la cartelera, en las que se suelen valorar por encima productos que sobresalen poco más del resto. La proyección sigue y la sensación no se va en ningún momento, al contrario, aumenta según pasan los densos minutos de este drama policíaco, y cuando uno termina de verla no termina de creérselo. Días después sigue metida en nuestro cerebro, al menos en el mío, que ya está muy perturbado, y no puedo dejar de coincidir con mi compañero Adrián Massanet al considerar la película como un maldito milagro.

Puede que a muchos les parezca excesivo tal adjetivo, con el que encumbramos la película hacia lo más alto, que nos dejamos llevar por la emoción. Pero si un director como Enrique Urbizu pone todo su conocimiento y pasión en un film, en el que queda muy patente no sólo su buen hacer como director de cine y guionista, sino también el sentimiento que ha puesto en ello, su corazón, su alma, si se quiere decir así, ¿por qué no vamos a mostrar la misma emoción a la hora de escribir o hablar sobre la película? Así pues empezaré por lo que tendría que haber sido la conclusión o la frase final de mi texto: ‘No habrá paz para los malvados’ es una película magistral, la mejor de la filmografía de Urbizu, una de las mejores del reciente cine español, y para el que suscribe una de las mejores cintas del año, sino la mejor. El viaje que nos propone Urbizu es desolador, y golpea con dolorosa verdad en nuestras retinas.

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El comienzo de ‘No habrá paz para los malvados’ ya deja muy claro lo que vamos a ver, y cómo serán las cosas. Sin ningún tipo de concesión, y con una precisión admirables, Urbizu enseguida nos dice que lo que va a pasar por delante de nuestros ojos no es una historia amable que nos cuenta lo bonita que es la vida, ni está llena de personajes bondadosos, ni vamos a poner cara de felicidad en su final, sino precisamente todo lo contrario. La vida es una putada, un continuo dolor que muchos han encontrado la forma de ignorarlo, no enfrentándose a él para no tener que comprobar que todo es una mierda. Pero para personajes como Santos Trinidad ese truco no es válido, su maldición consiste en haber conocido lo bueno de la vida y sobre todo, lo malo, que el mal está a la vuelta de la esquina, y que para enfrentarse a él hay que descender a los infiernos sin billete de vuelta.

Con un equilibrio ético/estético realmente envidiable —atención a esos travellings laterales de derecha a izquierda y viceversa, o esa forma de no cortar el plano en determinadas acciones, como cuando Santos registra una habitación—, y una capacidad de síntesis realmente arrolladora —de nuevo, menos es más, formas heredadas del cine negro de los 50/60—, Urbizu nos habla de Santos Trinidad, uno de esos personajes que por sí solos ya justifican la existencia de una película. Un inspector de policía mal hablado y de mal aspecto, destinado a desapariciones en la ciudad de Madrid, que en una de sus noches de borrachera mata a tres personas, el encargado de un club de alterne, uno de sus secuaces y una prostituta, hecho que desembocará en una trama donde nada es lo que parece; de un caso de drogas se pasará a algo mucho más peligroso, y que va en consonancia con el maravilloso y certero título que le han puesto a la película.

Urbizu alcanza su primera cumbre como cineasta con un estilo totalmente depurado, y que no niega varias influencias. De las más recientes, me viene a la cabeza Michael Mann, ese que algunos dicen que no es un buen narrador; de él parece recoger esa forma de retratar la noche, esa cara oculta de la gran ciudad, y que salvando las distancias nos lleva hasta el realismo de Jules Dassin en sus mejores cintas enmarcadas dentro del Film Noir. Lo descarnado de su puesta en escena me recuerda a Phil Karlson o Samuel Fuller, y la precisión del montaje a Don Siegel. Todos nombres de oro dentro del cine negro, y entre los que Urbizu termina codeándose, filmando un thriller áspero, con ciertos ecos del polar francés, seco y violento, tal y como hacían todos los citados. El uso de la violencia es ejemplar, alejada totalmente de los efectismos del cine actual; su impacto es tan fuerte como lo eran las películas de Sam Peckinpah, y está tan controlada, que su irrupción en el relato, ya de por sí violento aunque no de forma explícita, es tan inesperada como contundente. En ‘No habrá paz para los malvados’ somos capaces de sentir los disparos.

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El tan criticado cine patrio tiene en esta película la fuerza necesaria para callar bocas. Si bien muchas veces, cuando queremos hacer cine de género, que deberíamos producir más este tipo de cine, se suele caer en errores de casting impresionantes, en esta maravilla de Urbizu, todos los actores están muy creíbles, muy convincentes. Nos creemos cada policía, cada delincuente, a la jueza —impagable la forma de diferenciar a la madre/esposa de la profesional—, a padres desencantados por la marcha de su hija con un fundamentalista, a los terroristas, y sobre todo a Santos Trinidad, un bicho de mal agüero que busca salvar su culo y termina siendo un héroe. José Coronado se desviste de su elegante imagen y compone un personaje tan rico en matices como la propia película, cuya estructura es todo un ejemplo de dosificación de información. Jamás decae el interés.

‘No habrá paz para los malvados’ no explica todos sus elementos con pelos y señales. Con gran inteligencia Urbizu deja algunas cosas a la imaginación del espectador, pero sin necesidad de irse por las ramas. Por ejemplo, el pasado de Santos es intuido, sabemos que fue un buen policía y que en algún momento su vida se torció; ciertos personajes secundarios dan más información con gestos y miradas que con toda una explicación verbal. Y ese final es, simple y llanamente, ejemplar. Primero por cerrar el círculo con el personaje de Santos, y esa pistola acariciada con dos dedos, señal de identidad, de vida y muerte; y a continuación una serie de encadenados nos desvela que el miedo sigue entre nosotros, que la maldad jamás será erradicada, que la violencia sólo puede abatirse con violencia —gran y jodida verdad—, que la inocencia y la ignorancia son tan peligrosas como el mal en sí. Urbizu no parece sentir simpatía por nadie. El viaje de terror de Santos así lo atestigua. Todos somos, en mayor o menor medida, culpables. Todos somos malos, lo que nos diferencia de Santos es que él es consciente de ello.

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