'El espíritu de la colmena', la más hermosa película española del siglo XX

'El espíritu de la colmena', la más hermosa película española del siglo XX
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“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana…Soy Ana…”

-Isabel

En 1973 nació la que posiblemente es la más hermosa película española del siglo XX, que aún ostenta ese rango porque Elías Querejeta impidió que otra película del mismo director, en 1984, pudiera arrebatárselo. Uno de los pocos filmes españoles realmente poéticos, en el sentido real de la palabra, que nada tiene que ver con cantar las odas de un mundo onírico, o con imágenes celestiales de belleza sólo aparente, sino, sobre todo, con la energía de la realidad, de la vida misma, a ras de suelo, que es el verdadero territorio de los grandes poetas. Porque la vida misma, tal cual, se sustenta en conexiones poéticas auténticas, que desafían toda razón.

En pocos años, este bello e indómito filme cumplirá cuarenta, que se dice pronto, porque viéndola de nuevo no da la impresión de que se hayan cumplido cuatro décadas desde su realización, sino que se hizo ayer mismo. O, mejor dicho, que está situada bastante por delante de la mayoría de las películas que se hacen ahora mismo, pues muchas de sus imágenes no tienen explicación racional directa, sino que actúan como caja de resonancia interior de cada nuevo espectador. Su peripecia se encuadra en los primeros años de la posguerra civil española, pero el viaje iniciático de la niña es universal.

Víctor Erice sólo había filmado de manera profesional, hasta entonces, un segmento del filme colectivo ‘Los desafíos’, y pocos podían presagiar tal despliegue de sabiduría, serenidad, humildad y sensibilidad. Cuenta, Erice, varias películas dentro de una película. Una película que es, en el fondo, un canto de amor al cine primigenio: el de las salas de cine de barrio que descubría, a los hombres y mujeres de los pueblos, los grandes títulos norteamericanos de la época. Pero más que eso: una indagación lírica del descubrimiento del mundo, precisamente, a través del cine. La niña Ana (Ana Torrent, una actriz mucho más interesante cuando todavía no era totalmente consciente de sí misma…) se encuentra, por primera vez, con la muerte.

La infancia, por tanto, como universo en el que las mismas sombras, o los más sencillos sonidos, conforman constelaciones sensoriales, que nos hacen creer que todo es posible. A medida que crecemos, crece también nuestra autoconciencia, pero disminuyen nuestras percepciones. Para Erice, que sabe que nunca seremos tan sabios como cuando éramos niños, la conciencia no es vehículo de la belleza pura, sino la percepción. En realidad, es una declaración de principios estética, que rechaza un cine narrativo, lógico, en favor de un cine sensorial, en el que las emociones y las imágenes más sencillas son las que dictan todo el sentido.

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Viendo ‘El doctor Frankenstein’, Ana se topa por primera vez con la muerte, de manera directa y brutal. Los cuentos de terror como evocadores de los más profundos miedos, que se extienden sobre todo lo que desconocemos. Tanto ella como Isabel asisten a este simulacro de muerte, que es cuando la criatura lanza al mar a la niña, al haberse quedado sin pétalos. Ana, sin embargo, carece de un cierto sentido sádico o cruel, que es natural en Isabel. De modo que pronto el relato se desgaja, y mientras la segunda se acerca a la muerte de una forma, Ana lo hará de otro. Así, palpitan en la secuencia, imágenes perturbadoras, como el momento en que Isabel estrangula al gato, o cuando se hace pasar por muerta con increíble convicción.

Ana es muy diferente, es más contemplativa, no participa tanto de la muerte como lo que le interesa averiguar lo que sepa de ella misma. Cree las mentiras de Isabel, y quizá su autoconciencia sabe que miente, o que prefiere pensar que miente, pero algo en su interior le empuja, primero, a visitar al maquis que se esconde en la casa abandonada (Ana no pretende usar a la muerte, como Isabel, sino mirarla de frente). Y segundo, tomando la seta alucinógena y enfrentándose directamente a sus miedos. De modo que también podemos decir que hay un profundo poso espiritual y luminoso en esta película, pues en su fondo conviven los miedos a la muerte con la negación de esta como ente real. La muerte como liberadora de un mundo de sombras, o quizá, simplemente, como una mentira de un mundo de ficción. Pero hay más enfrentamientos directos con la muerte, como el crucial en el que Ana mira al tren llegar, de pie sobre la vía, imagen que entronca también, por supuesto, con los inicios del cine.

El color miel

No por casualidad dice Víctor Erice, en el documental ‘Huellas de un espíritu’, que a fin de cuentas lo que Ana tiene es una fe extraordinaria. Porque de fe se trata, una fe coloreada de miel, que parece el alimento del alma. Las colmenas como imagen representativa de la vida de la posguerra, pero también del estado en ebullición de personajes perdidos, melancólicos, como el de Fernando Fernán Gómez o Teresa Gimpera, que interpretan a seres que son meras sombras, anonadados por la tristeza de un mundo que se ha derrumbado y para el que ya no encuentran motivos de alegría. Son fantasmas para Ana, que se adentrará en una peligrosa senda del conocimiento sin la ayuda de sus tutores, aunque al final pueda beber el agua de la fuente que tan lejos parecía encontrarse.

Luis Cuadrado, el operador, y Victor Erice, colorean de miel los interiores, mientras despojan de toda luz solar (y por tanto vital) los exteriores. Las composiciones lumínicas parecen inspiradas, directamente, en la obra pictórica de Vermeer, pero no hay nada exageradamente pictórico en ellas, sino que son el punto de partida para espacios en los que parece que el estado anímico de los personajes está a punto de explotar, por lo que son imágenes de gran potencia visual, que flotan por encima del suelo con mayor energía que cualquier intento de poesía barata concebida a base de preciosismos o hiperrealismos.

Muchos, sin embargo, no entran en este estilo de poesía en imágenes, sino que proclama su absoluta incomprensión o hartazgo de una antitrama concebida, precisamente, como respuesta a todo cine predigerido o comercial. Los autores de la historia, Erice y Ángel Fdez-Santos, nos hablan de sus recuerdos, de su niñez, y elaboran los fantasmas y los vericuetos de otra niñez, como portadora de los verdaderos enigmas de una vida de imágenes sinuosas.

El filme ganó la Concha de Oro en el Festival Internacional de cine de San Sebastián (de hecho, fue la primera película española en ganarla), y aupó a su director al exclusivo grupo de auténticos autores cinematográficos, que son muy pocos, y cada vez menos. Aunque su carrera quedó parcialmente frustrada por la infame mutilación del rodaje de ‘El sur’, que podría haber sido una obra maestra todavía con más peso que esta.

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