Doblete en este especial de vampiros de Terence Fisher y Peter Cushing sobre los que sin duda volveremos en futuras ocasiones. Tras el éxito de ‘Drácula’ era de esperar una secuela aunque ‘Las novias de Drácula’ (‘The Brides of Dracula’, 1960) es más un spin off, ya que en ella seguimos las aventuras del profesor Van Helsing y no del rey de los vampiros. No quedan muy claras las razones por las que en esta secuela no hace acto de presencia el conde Drácula y con él el imponente actor Christopher Lee, que no retomaría su personaje más popular hasta 1966 de la mano de Fisher en su segunda y última incursión en el mítico personaje. Según diversas fuentes, unas afirman que Lee no aceptó interpretar de nuevo al personaje porque no quería encasillarse, y otras que en realidad la productora no se lo pidió temerosa de que éste pidiera una cantidad desorbitada de dinero.
Sea como fuere lo cierto es que la presente película puede considerarse un paso más por parte de Fisher dentro del género vampírico, una vuelta de tuerca sobre lo que ya había planteado en su ‘Drácula’ (‘Horror of Dracula, 1958), subrayando las connotaciones religiosas del relato. Al encarnar el vampiro la representación del Mal, recurrir a las creencias religiosas apoyadas en la utilización de crucifijos o agua bendita como única y verdadera salvación, era algo lógico. Pero sobre todo ‘Las novias de Dracula’; es un cuento gótico de horror, atrevido y retorcido en el que se sigue indagando en el lado sexual del vampiro.
Esta vez no había material literario del que partir como la novela de Bram Stoker y cuatro guionistas nada menos, con Jimmy Sangster al frente, crearon una historia original aunque puedan verse en ella alguna que otra referencia, por ejemplo a ‘Carmilla’ de Sheridan Le Fanu, una década antes de que la Hammer se adentrase de lleno en la obra del escritor irlandés. No obstante la estructura narrativa es similar a la de ‘Drácula’, al igual que en aquella la primera media hora está protagonizada por un personaje secundario que nos introduce en la mismísima morada del horror. Aquí se trata de una joven, Marianne Danielle, que acude a una escuela de mujeres para dar clases de inglés y francés que antes de llegar a su destino queda sin carruaje. En la posada del pueblo es invitada por la Baronesa Meinster a pasar la noche en su castillo.
Fisher juega en esos momentos con el suspense, sabe que el espectador espera la aparición de un vampiro, no del conde Drácula porque en el comienzo una voz en off nos avisa de que éste ha muerto y son sus discípulos los que continúan con su reinado de terror. En el castillo se produce una situación idéntica a ‘Drácula’, si en aquella Harker se encontraba a una muchacha que le pedía ayuda, aquí se trata de un joven misterioso que se encuentra encadenado y que solicita la ayuda de la joven. Harker era conocedor de lo que ocurría, Marianne desconoce por completo la condición de su nuevo amigo y sus intenciones. Para obtener su libertad la joven deberá robar una llave que abre la cadena atada a la pierna del joven. El robo del objeto es suspense en la mejor tradición de Hitchcock, abierto y cerrado por las dos impresionantes apariciones del joven que no es otro que el hijo de la baronesa. La primera, angelical, tierna incluso, y la segunda, ya libre demandando la atención de su madre. Ambas son una clara muestra de la maestría escénica de Fisher, que una vez más fusiona personajes y escenario en perfecta comunión donde brillan los colores vivos, para representar la muerte, de Jack Asher.
A partir de la aparición de Van Helsing —sufridor Peter Cushing en otra memorable composición— el film se torna aún más oscuro y la sexualidad se apodera del relato de forma más o menos sutil. El barón Meinster tiene una morbosa relación con su madre, la que hace años le animaba a participar en sabe Dios que tipo de depravaciones, el incesto es sugerido una y otra vez, y el personaje de la baronesa se torna al mismo tiempo bello y patético en su encuentro con Van Helsing: “¿Quién es aquel que no tiene miedo?” le pregunta al profesor mientras oculta sus colmillos que la delatan, no por su condición de vampiro sino por algo más. La escena en la que Van Helsing libra a la Baronesa de su desgracia semeja un coito mortal en el que se puede apreciar la cara de satisfacción de la mujer. En cuanto al barón, al que da vida un extraordinario y poco prodigado David Peel, su homosexualidad se deja entrever cuando muerde a Van Helsing delante de sus novias, su rostro arde de una satisfacción lujuriosa. Por otro lado Fisher establece relaciones muy evidentes entre el ataque de un vampiro y el acto sexual en sí; sirva como ejemplo la escena de la criada de la baronesa esperando sobre la tumba de una de las víctimas del barón, mientras alienta al nuevo vampiro como si fuera un niño a punto de nacer. Este hincapié en el sexo, que en épocas pasadas no podía plasmarse, es uno de los secretos del éxito de la Hammer y sus incursiones en el vampirismo, y que aún hoy día se siguen imitando hasta la saciedad.
Al igual que en ‘Drácula’ —una película referencia por excelencia— Fisher demuestra mucha imaginación en su puesta en escena. Sirvan como ejemplo la planificación en el interior del castillo de la baronesa, o más adelante cómo narra el director el ataque del barón a una de las muchachas de la escuela con ese travelling que parte del espejo donde se refleja la chica y una habitación aparentemente vacía. Son muestras de un Fisher en plena forma y que le hacían estar muy por encima de sus compañeros en la Hammer, con esa capacidad para la sutilidad y vestir sus films con una arrebatadora plasticidad que los convertía en sórdidos cuentos de hadas.
Maravillosa película que gana en cada visionado y que representa lo mejor de una época dorada en el cine de terror, ésa que parece haberse esfumado por completo.