Antes de proseguir en este especial de vampiros con la que a mi juicio es la mejor muestra del género en la década de los 80, saltamos en el tiempo unos cuantos años, y regresamos al cine de Miguel Morayta con la secuela de ‘El vampiro sangriento’ (1962) titulada ‘La invasión de los vampiros’ (1963) y que es una continuación en toda regla. Recordemos que el caso de Morayta es cuanto menos peculiar. Luchó en el bando republicano, siendo familiar de Franco, estuvo a punto de morir bastantes veces y en esos años el único contacto que tiene con el cine es el conocer personalmente a la realizadora Leni Riefensthal. Cuando escapa de Europa al otro lado del charco, su intención es irse a Argentina, pero primero recae en México, donde se queda y estudia cine. El resultado: uno de los más importantes impulsores del cine mexicano con más de 70 películas en su haber.
Precio a pagar: ser un completo desconocido en nuestro culto país. El propio director, original de Ciudad Real, dice tener una opinión muy clara al respecto pero prefiere callarse. Con 103 años de edad, casi nada, Morayta dejó de hacer cine allá por 1978, y las posibilidades de ver alguna de sus películas son más bien remotas. Me imagino que todos pensáis en ese espacio virtual, ayudados entre otras cosas por cierto entrañable animal de carga, ahí donde se hace el trabajo que las distribuidoras cinematográficas, en este caso en el mercado doméstico, no hacen. En estos tiempos de rápido consumo, ediciones mil de las mismas películas, ¿qué trabajo cuesta ampliar horizontes sobre un cineasta olvidado por su propio país?
Como hemos dicho, ‘La invasión de los vampiros’ es un continuación en toda regla del film anterior. La historia nos lleva a la hacienda de las Ánimas, hogar de los Frankenhauser —toma nombre homenaje—, cuyo cabeza de familia, el conde, aterrorizó el lugar en la primera entrega, logrando escapar de la amenaza mortal que se vertía sobre él al ser descubierto. La película terminaba con un arriesgada postura de continuidad, incluso inesperada para la época, al menos en una película cinematográfica, no así en los seriales. Morayta se aprovecha con todo derecho de la complicidad del espectador, al saber éste por dónde van los tiros. Así pues, la película va directa al grano, y Morayta evita uno de los errores del film anterior: excesivos diálogos explicativos.
De esta forma el director evita el subrayado y se centra en crear una atmósfera adecuada, combinado lo irreal, casi fantasmagórico, con cierto realismo. En este aspecto tiene mucho que ver el trabajo de fotografía, obra de Raúl Martínez Solar, que mejora su labor en el film previo. Una perfecta puesta en escena que permite a Morayta desarrollar con pericia dos de las premisas planteadas en ‘El vampiro sangriento’, a pesar de que sacrifica un arranque tan espectacular como el de la primera entrega en pos de un mayor suspense. Las víctimas del conde Frankenhauser —excelente Carlos Agostí— resultaban ser vampiros muertos, inmóviles en sus ataúdes a la espera de resucitar como muertos vivientes, algo que sólo se mencionaba en el primer film y que en ‘La invasión de los vampiros’ proporciona uno de los mejores instantes del film, aquel en el que tras la muerte del conde, resucitan un montón de vampiros, y como si fueran zombies de un film de Romero, acosan la mansión de las Ánimas.
Dicho instante, de una fuerza inusual, viene precedido del momento que peor resiste el paso de los años, debido a los penosos efectos visuales que muestran un murciélago gigante con orejas de conejo —los estudios mexicanos sólo poseían ese muñeco para este tipo de escenas— enfrentándose al héroe de la función, el doctor Alvarán, papel a cargo de un muy convincente Rafael del Río. Llama poderosamente la atención el comprobar que dicha secuencia da comienzo con un sencillo y muy bien realizado truco de fotografía que hace aparecer al conde de la nada, para dar lugar a una acción espléndidamente filmada y llena de emoción, pero en la que vemos a un hombre enfrentarse a un peluche. Cosas de la perspectiva y del paso del tiempo.
Con todo, ‘La invasión de los vampiros’ es un muy entretenido film, con un ritmo mejor conseguido y llegando hasta sus últimas secuencias —posee momentos verdaderamente violentos—. Morayta logra además sacar un enorme provecho de unos intérpretes perfectamente integrados en el ambiente casi diabólico propuesto por el director, con la excepción de Fernando Soto —popular cómico mexicano apodado como “Mantequilla“— que ofrece uno de esos personajes chistosos que terminan siendo más molestos que graciosos. A día de hoy ese mal sigue extendido en el cine de terror, no por la idea en sí —un contrapunto cómico a una historia de corte terrorífico—, sino por lo mal que suele hacerse. Y es que mezclar horror y humor parece sólo reservado a unos cuantos inspirados.
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