Tercera incursión de la muy desconocida por estos lares cinematografía mexicana en este especial de vampiros al que ya le quedan pocas mordeduras. Si antes nos centramos en el díptico vampírico dirigido por Miguel Morayta —‘El vampiro sangriento’ (1962) y ‘La invasión de los vampiros’ (1963)—, ahora lo haremos en otro no menos popular al que hay que añadirle el valor de la influencia posterior en el género de terror y/o fantástico. ‘El vampiro’ (1957) fue el mayor éxito de Fernando Méndez, tanto que está considerada como la cota más alta del terror mexicano. El trabajo del director fue comparado con el de Cecil B. DeMille —supongo que por la concepción del espectáculo—, y la película sedujo a importantes cineastas como François Truffaut, que por aquel entonces era un prestigioso crítico que aún no había dado el salto a la dirección.
Dicha influencia por supuesto tiene mucho que ver con la puesta en escena de Méndez, que parece adelantarse en un año a todo lo que hizo famosa a la mítica productora británica Hammer, sobre todo en sus producciones de tema vampírico. Argumentalmente ‘El vampiro’ hace gala de un entramado familiar/dramático, tan característico del cine mexicano, que se entremezcla con la trama de corte fantástico, sin duda mucho más interesante. El trabajo de Méndez ha sobrevivido al paso del tiempo —más de 50 años no es ninguna broma cuando se trata de cine— sin ningún tipo de dificultad, y resultan sorprendentes algunos de los apuntes de un relato que fusiona con convicción elementos propios del cine mexicano y universales.
‘El vampiro’ da comienzo con la llegada de una mujer, Marta, a una hacienda en la que se crió y a la que ahora regresa debido a la muerte de una querida tía. Le acompaña Enrique, un hombre que conoció en la estación y que le ha ayudado a llegar hasta su destino. Enrique es en realidad un médico que no desvela su identidad pues se encuentra allí a petición del hermano de la fallecida, que quería comprobar si su hermana estaba loca o enferma. Muy pronto se darán cuenta de que suceden cosas demasiado extrañas relacionadas con las frecuentes visitas de un Conde rumano conocido con el nombre de Lavud. Dicho Conde es en realidad un vampiro que resulta un anticipo de lo que un año más tarde daría fama inmortal a Christopher Lee.
Resultan curiosos algunos de los apuntes argumentales del film, empezando por la obsesión del Conde por recuperar una hacienda que perteneció a sus ancestros, incluso más allá que el hecho de alimentarse de la sangre de sus víctimas. La presencia de una atractiva mujer en el reparto siempre hace pensar en el interés sexual del vampiro hacia ella tal y como se ha visto en infinidad de films. Sin embargo en ‘El vampiro’ el interés del Conde hacia Marta no sobrepasa la intención de convertirla en un vástago más de los suyos, anulando así el carácter erótico del relato, algo muy de moda en las producciones Hammer. Por la contra se nos ofrecen algunas de las situaciones más originales, ingeniosas y atractivas que ha dado un film sobre vampiros.
Para empezar la hacienda en la que tiene lugar los hechos se revela en cierto momento como un laberinto infernal en el que en una de sus estancias descansa el Conde Lavud. Dichos laberintos subterráneos se alzan como protagonistas esenciales en el tramo final de la película cuando hace aparición un personaje que ha sido enterrado vivo —tema muy recurrente en el cine fantástico/terrorífico posterior— y que pulula por la hacienda cual alma en pena. También tendrá lugar el clímax del relato con un duelo a espada que también se repetiría en alguna que otra cinta Hammer, al igual que el hecho de ciertos personajes que saben más de lo que aparentan, dando lugar a algunas sorpresas argumentales nada desdeñables.
Germán Robles, en el papel de Lavud, y Abel Salazar —también productor de la película— en el de el doctor Enrique, se convirtieron en dos figuras importantes dentro del panorama cinematográfico mexicano, en concreto dentro del género de terror. Robles temió encasillarse en el personaje y sólo lo interpretó dos veces. Su composición parece una mezcla del Lugosi de Browning y el futuro Lee de Fisher. Alto, apuesto y elegante e igual de temible. Por la contra, Salazar me parece uno de los puntos flojos de la película, con un personaje que por momentos raya el ridículo debido a ciertos toques de humor mal insertados. Afortunadamente ‘El vampiro’ tiene mucho que ofrecer —si dejamos de lado ciertas incongruencias— gracias a la labor de Méndez, que se revela con un perfecto dominio de los espacios —esa hacienda de carácter gótico perfectamente ambientada—, y la planificación, amén de unos efectos visuales más que dignos para la época. Atención a los trucos utilizados cuando se habla de invisibilidad, o la transformación del Conde en un murciélago.
Como nota final, comentar el uso de la música, compuesta para la ocasión por Gustavo César Carrión, que compuso la banda sonora de más de 300 películas. La realizada para ‘El vampiro’ es una muestra de las excelencias de un músico nada conocido por estos lares, y que a más de uno le sorprendería la coincidencia con partituras posteriores más conocidas. Carrión, al igual que el resto del equipo técnico y artístico, repitió en la continuación ‘El ataúd del vampiro’, de la que hablaremos próximamente.
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