Dios nos salve de la ira de los hombres del norte-Antigua oración inglesa
Corría el año de gracia de 1958, cuando un fornido hombre nacido en el bárbaro continente americano, Richard Fleischer, nos trajo la aventura definitiva sobre esa raza legendaria proveniente de las tierras del norte: los vikingos. Sobre unas pinturas que funcionan a modo de fresco histórico de la época en la que se va a desarrollar la acción, la portentosa voz en off de Orson Welles nos pone en situación: estamos en el siglo IX d.c. y los ataques de los vikingos a territorios ingleses se suceden. Nos preparamos a disfrutar de un relato rebosante de peripecias: amor, amistad, traición, batallas y honor. Lo que enciende los corazones humanos.
Richard Fleischer era un artesano del viejo Hollywood en el mejor sentido de la palabra. A él le debemos otras maravillas del género como ’20.000 leguas de viaje submarino’ (‘20.000 Leagues Under The Sea’, 1954) o la aventura fantacientífica ‘Viaje alucinante’ (‘Fantastic Voyage’, 1966), amén de varios films que merecerían ser rescatados del semiolvido en el que descansan. Pero ya sólo por haber dirigido ‘Los Vikingos’ debería pasar a los anales de la creación cinematográfica. Esta es una película de visión obligatoria a todo aquel que considere que el cine de aventuras nace con Indiana Jones. Más de cincuenta años después, aún conserva intacta su capacidad de fabulación, su sentido de la maravilla y su arrollador sentido del espectáculo.
La película comienza con una salvaje razzia en la que un rey vikingo, un brutal Ernest Borgnine, viola a la esposa de un rey sajón mientras el resto de sus tropas arrasa la ciudad a sangre y fuego. No busquemos aquí la corrección política. Aunque parezca mentira, los en muchos sentidos naif años 50 americanos nos darían hoy sopas con ondas en cuanto a valentía y honradez narrativa se refiere. Vivimos en un mundo en que los pacatos han ganado, y solo francotiradores como Mel Gibson —el cual, por cierto, tiene entre sus proyectos una película sobre vikingos, el gran Odín le guíe a buen puerto— son capaces de coger el toro por los cuernos y reverdecer viejos laureles.
De esa violación nacerá el hijo ilegítimo del rey vikingo Ragnar, al que dará vidaTony Curtis, y que crecerá como esclavo a la sombra de su hermano —este legítimo— Kirk Douglas . El destino hará que los hermanos que desconocen serlo, se odien desde un principio y se enamoren de la misma mujer: una joven y esplendorosa Janet Leigh. Como en todas las grandes historias, Shakespeare no está muy lejos. Mientras se nos narran estos hechos, el espectador es arrastrado por un tornado de buen cine al mundo extinto de la raza vikinga, expuesto con una vitalidad y alegría altamente contagiosas. La película funciona como suma y compendio de todos los tópicos que conocemos sobre el bárbaro pueblo: fastuosos drakkars surcando los mares, orgías paganas, invocaciones a dioses de la mitología nórdica, cuernos plenos de fuerte cerveza, arrogancia sin límites y ardor guerrero. Todo esto transmite al público un sentimiento altamente desdeñado en el cine moderno, tan circunspecto y pagado de sí mismo: la felicidad de contar una historia.
La química entre los dos protagonistas masculinos es espectacular, por lo que repetirán dos años más tarde en ‘Espartaco’ (‘Spartacus’, Stanley Kubrick), aunque ampliando el componente homoerótico. Pero aquí no hay lugar para las sutilezas: sorprende la crueldad y fiereza de algunas escenas, como en la que el halcón de Tony Curtis desgarra el ojo de su hermano, desfigurándolo para siempre mientras aquél sonríe de placer. O cómo olvidarse del salvaje final del gran rey Ragnar: rodeado por los ingleses, logra que su hijo bastardo le alcance una espada para afrontar su destino como un hombre y mientras se burla de sus captores, se lanza a un pozo infestado de lobos pidiendo paso para su ingreso en el Valhalla. Magistral.
Por el camino quedan escaramuzas navales entre bancos de niebla —el único terror de los vikingos—, brujas portadoras de profecías y la furia de los elementos como muestra del poder de Odín, asombrosos ataques a fortalezas dirigidos con mano maestra en cuanto a planificación y crescendo dramático y duelos fraticidas por el amor de una mujer. Los diálogos no son rimbombantes, son eternos, y el trabajo de Calder Willingham a los mandos del libreto, es impecable. En fin, una película de aventuras a la que no le sobra ni falta nada y un ejemplo de lo que este cine tan depauperado en la actualidad debería ser. Cuando esta verdadera maravilla termina, con el orgulloso funeral de un vikingo que se quema con su drakkar, ya sólo queda emular a Garci y decir aquello de “Qué grande es el cine”.