“Los abogados no deberían casarse con otros abogados”-Kip Laurie
El cine clásico norteamericano comprende, en teoría, las décadas de los 30, 40 y 50 del pasado siglo. En la última de ellas se alcanzó, según muchos, la perfección de este arte en ese país, y después de eso, no ha dado más que tumbos. El neoyorquino George Cukor, tenido por un gran director de actrices, dirigió esta famosa comedia en 1949, con la ya famosa y casi mítica por entonces pareja formada por Tracy y Hepburn.
Comedia bastante disparatada, sin llegar a los niveles de “screwball comedy”, centrada en la guerra de sexos y en el feminismo rampante por aquella época, con dos abogados rivales que resultan ser marido y mujer (algo que es ilegal, pero a quién le importa…), involucrados en un caso de infidelidad que casi termina en tragedia y que va a servir para un discurso que, a día de hoy, queda bastante naif.
Todo comienza con una secuencia que es, ciertamente, magistral, y que demuestra más de lo que el propio Cukor demuestra a lo largo de esta película: que tenía un gran sentido visual. Cinco minutos de cine mudo, con suspense y comedia a raudales, en los que seguimos a una mujer en su plan de vengarse del calavera de su marido, interpretado por un Tom Ewell como siempre espectacular. Cukor se entrega, después de este alarde, a dar todo el protagonismo a Tracy y Hepburn, en una trama que deja bastante que desear.
Lo de Hepburn es un caso de personalidad como no ha existido otra en la historia del cine. Nadie daba un duro por ella como estrella, aunque ya de joven era indudable su talento. Quién podía imaginar que enamoraría al católico Tracy, y a Howard Hugues, e incluso le haría perder la cabeza al lacónico John Ford, una mujer de atractivo físico escaso, pero de energía y vitalidad arrolladoras. Aquí se erige en icono feminista, que no es sino una de las batallas de su vida, mientras despliega sin prejuicios su complicidad y cariño con Tracy, que interpreta a un personaje mucho menos atractivo.
Como ejemplo de cine judicial, lo cierto es que la película no es gran cosa. El caso es forzado, poco creíble, y mal desarrollado. El juez incurre en actitudes incomprensibles, como muchos otros personajes, y todo no es más que una excusa poco divertida para lo que verdaderamente importa: el discurso feminista y las situaciones entre la famosa pareja. Además, ya sabemos cómo va a acabar. Es decir, no estamos en algo parecido a ‘Testigo de cargo’ en versión cómica, sino en un conservador vehículo de lucimiento.
Tampoco es gran cosa como creación cinematográfica, aunque a muchos se les llene la boca con este tipo de películas, que no son más que teatro filmado, llamándolas obras maestras y cosas por el estilo. Cukor se limita a poner la cámara sobre un trípide y filmar del modo más correcto posible, sin emplear el punto de vista en ningún momento y con una planificación completamente teatral. Es decir: plano general o plano medio, con los actores generalmente de perfil. Aún así, logra una narración fluida y competente, pero diez años después de, por ejemplo, ‘Lo que el viento se llevó’, que es mucho más dinámica y mucho más visual, pues queda anticuado. El cine evoluciona, por suerte.
Eso sí, la dirección de actores es soberbia. Aunque también es verdad que los actores son, todos, sin excepción, una gozada de profesionales, perfectamente conocedores de los resortes del ritmo interno de la secuencia y de la comprensión de la cámara. Es impresionante cómo dan vida a una secuencia tan ramplona.
Al final, todo queda en un espectáculo light, muy poco inspirado visualmente, con secuencias muy divertidas y llenas de ingenio verbal. Pero Cukor no fue nunca más (ni menos, ciertamente), que un director académico, brillante e impersonal. Nunca fue Hitchcock, ni Hawks, ni Welles. Las obras maestras del cine, las de mayor sentido visual, las firmaban otros. Pero su teatro filmado era siempre interesante.