“Es mejor el libro que la película” es una de las frases más absurdas que he oído en mi vida, también una de las más extendidas. En pleno siglo XXI, en éste nuestro querido país tercermundista —aclaración para los quisquillosos o para los que hablen ruso, danés y chino: culturalmente hablando, of course—, aún hay gente, mucha quizá, que piensan que ‘El retrato de Dorian Gray’ libro puede compararse a ‘El retrato de Dorian Gray’ película, por poner un ejemplo, precisamente el que nos ocupa. Técnicas narrativas absolutamente distintas, herramientas en las antípodas, y ya no hablemos de que un guionista jamás podrá igualar lo que nosotros nos imaginamos cuando leemos una obra literaria. Lo que acontece en un libro y se narra de forma magistral no tiene por qué funcionar de igual manera en una película, muchas veces ni es creíble. La comparación siempre me ha parecido innecesaria. Director y guionista deben apartarse de la dictadura que representa el hacer una adaptación en otro medio y ofrecer algo nuevo pero que posea la esencia de la obra literaria sin que parezca que estamos viendo un libro.
Las dos adaptaciones de la famosa obra de Oscar Wilde son una firme prueba de ello. Tanto la versión de Albert Lewin como la de Oliver Parker adolecen precisamente de lo que señalaba. No obstante hay una diferencia abismal entre ambas, y haciendo alusiones culinarias como mi compañero Juanlu solía hacer, digamos que una es jamón de Jabugo y la otra una hamburguesa del McDonald´s hecha hace una semana.
Albert Lewin, ese gran desconocido
Es evidente que el nombre de Oscar Wilde pesa demasiado sobre las adaptaciones cinematográficas que se han realizado de alguna de sus obras. Casi nadie se queda con el nombre de Albert Lewin, casi nadie al hablar de grandes directores desconocidos del cine clásico norteamericano cita a Lewin. Todos reivindicamos a gente como Mitchell Leisen —nota mental: hacerle un especial—, André de Toth —nota mental: hacerle un especial—, Budd Boetticher —nota mental: hacerle un especial— o Joseph H. Lewis; realizadores no tan en boca de la gente como otros de apellido Ford, Hawks o Wilder, cuando en realidad no tienen nada que envidiar a éstos, siendo sus contribuciones a géneros como la comedia, el western o el cine negro tan espléndidas o más que algunas de las obras más famosas de dichos géneros. En el caso de Lewin su desconocimiento es tal que cuando se recuerda una película como ‘El retrato de Dorian Gray’ (‘The Picture of Dorian Gray’, 1945) viene a la mente lo buena que es, lo genial que está George Sanders, y cómo no, que se trata de una obra de Oscar Wilde.
Un gran desconocido frente a un gran conocido por todos, y ya no sólo entre los aficionados a la literatura. Totalmente injusto. Si hay algo por lo que debe ser recordada esta película es precisamente por la labor tras las cámaras de Albert Lewin. Realizador de tan sólo seis películas fue también productor de películas míticas como ‘La tragedia de la Bounty’ (‘Mutiny on the Bounty’, 1935, Frank Lloyd) o ‘Las tres noches de Eva’ (‘The Lady Eve’, 1940, Preston Sturges). Como director sólo dos de sus obras son recordadas por el cinéfilo, la presente y ‘Pandora y el holandés errante’ (‘Pandora and the Flying Dutchman’, 1951); hay algo en las imágenes de esas dos películas que a día de hoy sigue provocando desconcierto. Una exquisita puesta en escena con un delicado uso de la fotografía, y que en ‘El retrato de Dorian Gray’ alcanza todo su esplendor en la época dorada del blanco y negro, y casi como un preludio de lo que sería el color en la película protagonizada por James Mason y Ava Gardner, Lewin introduce breves escenas a color, precisamente aquellas en las que vemos el cuadro del retrato en primer plano.
El director se adentra en el fantástico dotando al film de una atmósfera onírica conseguida con una elegante fotografía —obra de Harry Stradling que se hizo con un Oscar por su trabajo— que baña lo narrado con un sutil carga de irrealidad, sin duda lo mejor de esta adaptación. A ello contribuye también la extraordinaria composición —fíjense que no digo interpretación— de Hurt Hatfield, casi todo el rato alumbrado con un foco a su rostro confiriéndole un aspecto de muñeco de cera con las perfecciones de su cara acentuadas. Este toque de ensueño que le da Lewin a la historia es abandonado por éste en los momentos en los que nos muestra el cuadro, la realidad que ven los personajes en un mundo lleno de grises. Una muy eficiente e impactante —las veces que aparece el cuadro en color son como golpes que resquebrajan ese onírico mundo— de unir, o enfrentar, realidad y sueño.
Porque al fin y al cabo ‘El retrato de Dorian Gray’ nos habla sobre uno de los sueños más queridos por el hombre desde el inicio de su pensar, el de permanecer eternamente joven para gozar por siempre del placer. Un singular pacto con el diablo materializado en ese cuadro que encierra el alma podrida de Dorian y que le recuerda la terrorífica realidad cada vez que lo mira. Un excelente drama fantástico que cuenta además con una impresionante interpretación, como era habitual en él, de George Sanders que recita los diálogos de la obra con un cinismo aún mayor del que pretendía Wilde con ese personaje, un hombre importante que se ha especializado en no hacer nada, sólo influir en las vidas de sus allegados. Él es el conductor de la historia en una adaptación que no siempre evita —no puede— su carácter literario y que pierde algo por culpa de un exceso en la utilización de la voz en off, la mayor parte de las veces innecesaria. Aún con eso, espléndido film.
Oliver Parker, sin alma
Protestar a estas alturas —ya sabéis cuanto me “emocionan” las nuevas versiones— por un remake de la película de Lewin —nueva adaptación de la obra de Wilde, si se prefiere— es cuanto menos inútil. En Hollywood siguen empeñados en traer viejos temas a las nuevas audiencias sin percatarse que muchas de esas películas permanecen incólumes al paso del tiempo. Pero como en todo remake puede apreciarse —al final voy a sacar algo bueno de todo esto, ya veréis— las distintas formas de ver y hacer cine en dos épocas totalmente distintas. En los años de la película de Lewin la sutilidad era una herramienta muy usada, la censura no permitía mostrar ciertas cosas y los autores se las ingeniaban para realizar alegorías muy ingeniosas sobre ciertos temas tabú —sexo sobre todas las cosas—; también es cierto que había un toque ingenuo muy típico de la época, pero que pocas veces empañaba el resultado final.
Curiosamente esa pérdida de inocencia ha traído consigo también una pérdida de sutileza, y en ese afán por mostrarlo todo al espectador se obvia todo poder de sugerencia con lo que una de las principales bazas del cine, el jugar con la imaginación del público, se pierde por completo —nota mental: hacer un post sobre ello—. Esto es precisamente lo que caracteriza a una película como ‘El retrato de Dorian Gray’ (‘Dorian Gray’, 2009) en la que Oliver Parker se enfrenta no por primera vez a un texto de Oscar Wilde, habiéndolo hecho con anterioridad en ‘Un marido ideal’ (‘An Ideal Husband’, 1999) y ‘La importancia de llamarse Ernesto’ (‘The Important of Being Earnest’, 2002). Parker ha caído en todos los excesos del cine comercial actual, simplificación de ideas y efectismos varios.
Con una puesta en escena que no aprovecha ni la fotografía —Roger Pratt lo ha hecho mucho mejor en ‘Doce monos’ (‘Twelve Monkeys, 1995, Terry Gilliam) y sobre todo ‘El fin del romance’ (‘The End of the Affair, 1999, Neil Jordan)— ni la dirección artística llena de filigranas digitales en pos de conseguir una perfecta recreación de la época, Parker no crea la adecuada atmósfera del relato, ni siquiera en sus presumibles momentos fuertes. Instantes en los que Dorian Gray, haciendo uso de su poder, da rienda suelta a su depravación sexual y que contiene algunas de las escenas de peor gusto del cine reciente. Todo es mucho más evidente, y a la simplificación de los personajes, que quedan reducidos a la mínima expresión sin posibilidad de explorar sus aristas, hay que sumar un simplismo enorme en el tratamiento de la historia. Las enormes posibilidades fantásticas del relato quedan reducidas a un muy simple cuento de terror sobre el bien y el mal sin ninguna fuerza ni emoción.
Ben Barnes, Colin Firth y Ben Chaplin se limitan a prestar sus cuerpos y voces a personajes que son sólo esquemas. Para colmo y como muestra de la actual moda en el cine de hoy día, se tiende hacia lo comercial por encima de todo, y así nos avivan el cuadro con innecesarios efectos visuales y ruiditos de respiraciones profundas. Se acentúa la moralina en la historia, se pretende fidelidad a la obra y a hacer caja; el alma de la película queda encerrada en algún lugar entre las intenciones y los resultados.
A mi compañero Juanlu no le desagradó cuando la vio en Sitges, pero para mí que fue víctima de la falta de sueño o de las palomitas esas de caramelo que él come, cogió un empacho y claro, la película era mejor. Bromas aparte, algunos la habrán disfrutado, supongo que por los valores de la obra de Wilde, a mí me ha parecido bochornosa.
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