¡Freaks! ¡Vosotros! ¡Sucios, babosos freaks!-Cleopatra
En el año 1932 se estrenó en los cines una extraordinaria película: ‘Freaks, la parada de los monstruos’. El revuelo que causó —gritos, desmayos, amagos de abortos— hizo que a los pocos días fuera retirada de la circulación e incluso se llegó a decir que los negativos se arrojaron a la bahía de San Francisco para que nadie volviera a ver jamás un espectáculo tan aberrante. Por fortuna no fue así, pero hubo que esperar a la década de los 60 para que el film tuviera una exhibición medianamente normal. Lo cierto es que esta absoluta e irrepetible Obra Maestra es cualquier cosa menos normal.
Con esta crítica vamos a introducirnos en un mundo muy singular, tierno y aterrador al mismo tiempo. El mítico director Tod Browning, el realizador del Drácula original —analizado hace unos meses por Alberto en el especial ‘Vampiros de verdad‘— y de otras joyas de lo extraño como ‘Garras humanas’ (‘The Unknown’, 1927) o ‘Muñecos infernales’ (‘The Devil Doll’, 1936), creó con este film una sinfonía del horror con la fuerza de un huracán que hizo temblar los cimientos de la sociedad. Casi un siglo después, la capacidad de fascinación de sus imágenes sigue intacta. Este elogio de la diferencia sigue vigente gracias a herederos de su espíritu como Tim Burton o David Lynch. Tras el visionado, todas las hipérboles y ditirambos están permitidos. Antención, el Especial cine y polémica entra en la leyenda.
Antes de ser cineasta, Tod Browning trabajó en los circos más famosos del mundo, como el de los “Ringling Brothers”. Allí realizaba un macabro número conocido como “el cadáver viviente”. De este oficio singular le vino su interés por los temas escabrosos y/o terroríficos. Así que, ya instalado en la industria, decidió verter sus experiencias en la película que nos ocupa. Recordemos al lector que los circos de principios del siglo pasado nada tienen que ver con el postmodernismo teatral y el ballet intelectual que conocemos ahora con propuestas como el Circo del Sol y demás espectáculos para minorías elitistas. No. El circo de antes era un teatro de la crueldad donde se exhibían todas las malformaciones del ser humano como si de magia negra se tratara: el hombre elefante, la mujer barbuda, enanos, retrasados mentales, mutilados… no había piedad. La corrección política era una entelequia, y de lo que se trataba era de sobrecoger al espectador mediante la exhibición de atrocidades —J. G. Ballard no está lejos—. Pues bien, nuestro hombre se trajo a una troupe de verdaderos fenómenos de la naturaleza, algunos de ellos viejos camaradas. El resultado fue que dimitió la mitad del equipo de rodaje, horrorizado al ver la clase de película en la que iban a trabajar. La polémica se instaló incluso antes del estreno.
Pero vamos al film: suena una fanfarria circense, entre alegre y siniestra. Aparece el cartel del film y una mano lo arranca de cuajo. Está claro que no estamos ante una comedia. Un charlatán de feria se dirige a un grupo de espectadores —y a nosotros mismos, al fin y al cabo— y nos pone en situación: vamos a oír la más extraordinaria de las historias. Los protagonistas: monstruos, tullidos, malformaciones de la naturaleza. Según el feriante, entre ellos existe un ominoso código para defenderse. El mal que se le hace a uno de ellos, se le hace a todos. Comienza así un gigantesco flashback.
La película se desarrolla en un circo itinerante. Poco a poco iremos conociendo a sus miembros, entre el asombro, la piedad y el horror: Schlitze, Koo-koo y los pinheads, dulces retrasados mentales con microcefalia, enfermedad que hace que su cráneo parezca reducido por jíbaros. Su extraño aspecto inspira más ternura que pavor; la mujer sin brazos, que suple su carencia con una asombrosa habilidad con los pies; las hermanas siamesas, unidas por el tronco; Josephine-Joseph, mitad hombre, mitad mujer, posiblemente hermafrodita,; la mujer barbuda o el fascinante Príncipe Randian, el torso viviente: un hombre sin brazos ni piernas que se mueve con agusanada destreza —resulta de una extraña belleza la escena en la que se enciende un cigarrillo sin ayuda—. Ante este despliegue de rarezas, los sentimientos son contradictorios: uno no puede apartar la vista de la pantalla, fascinado por lo que ve, aunque su mentalidad del siglo XXI le diga que lo que está contemplando es de una crueldad y un sensacionalismo brutal.
Pero la película es mucho más que un muestrario de freaks, palabra, por cierto, que se acuñó gracias a esta película. Los tan temidos monstruos no producen miedo, al contrario, se ganan desde el principio las simpatías del público, superado el primer estupor. Para el papel de malos de la película, el director se reserva a unas criaturas inhumanas y perversas: los seres humanos. Al otorgar el papel de villanos a los galanes prototípicos de las películas de la época —en este caso, el forzudo del circo y Cleopatra, la reina de las acrobacias—, Tod Browning da un giro radical al planteamiento habitual y subvierte las expectativas del espectador sugiriendo una idea mucho más oscura: los monstruos más horribles somos nosotros —algo de lo que la fotógrafa Diane Arbus tomaría buena nota—. La perversidad de la pareja protagonista, que va envenenando lentamente al pequeño enano Hans para quedarse con su herencia es de una crueldad extrema, y se comportan como los ogros de los cuentos de hadas, dando así una vuelta de tuerca a la historia de Hansel y Gretel.
Hay películas que su visionado se justifica sólo por alguna escena en concreto. Éste no es el caso, pues la obra como conjunto es de una perfección —irónicamente, una película que hace de la imperfección humana su bandera— insultante. Aún así, es de justicia rememorar dos escenas que habitan por derecho propio en las más altas cumbres del cinematógrafo: el banquete de boda de Cleopatra, una vez consumada su parodia de matrimonio con el enano, es un momento excepcional. — ‘Viridiana’ (Luis Buñuel, 1961) le debe mucho a esta escena—. Los freaks beben de una gran copa en una especie de ritual mágico que convertirá a una Cleopatra cada vez más horrorizada, en una más del grupo. La letanía que cantan es inolvidable: “we accept her. One of us. Gobble, gobble“. Cuando es su turno, asqueada, les echa la copa encima, les insulta y se ríe y burla del enano con una crueldad casi insoportable. Pero el grupo ha visto y tomado nota. La venganza empieza ya a fraguarse. En miradas furtivas, en silencios tensísimos —es una gran idea que en las escenas más aterradoras, la música brille por su ausencia, el silencio manda y es aún más terrible. Deberían tomar nota de ello muchos aprendices de director que basan sus efectos en subir el volumen de la música en ciertos momentos—, el círculo se va cerrando sobre los envenenadores. Uno de los momentos más aterradores que he presenciado jamás en una película es cuando vemos agazapados a varios de los fenómenos bajo los escalones del carromato, espiando los movimientos de la rubia envenenadora. Toda la conmoción de lo extraño, lo desconocido, la “otredad”, frente a nuestros ojos. Así llegamos a la otra cima, el fabuloso tramo final: todo confluirá en una terrible noche de tormenta en la que el macabro grupo se tomará su venganza sobre la pareja. La imagen de los freaks arrastrándose sobre el barro portando toda clase de armas posee una capacidad de impacto nunca superada. La historia termina y el charlatán nos muestra el resultado de haber perturbado el código de los monstruos: Cleopatra no volverá a ser bella.
P.D existe un flojo epílogo impuesto por la productora, que consideraba demasiado salvaje el final original, en el que un millonario Hans se arrepiente de lo acontecido y Frieda le consuela. Da igual, nos quedamos con unas imágenes imborrables. La anormalidad, la poesía y el horror se juntaron para crear algo único. Deberían cuidar este film como se cuidan las obras de arte imperecederas y exhibirlo, por ejemplo, al lado de las “Pinturas negras” de Goya. Celuloide inmortal.
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