Yo, que siempre he practicado la infidelidad, me sorprendo cada vez que veo ‘La ronda’ (‘Le Ronde’, Max Ophüls, 1950) e imagino cómo fue recibido el atrevimiento de Ophüls cuando estrenó la película.
Hay que decir que la obra teatral en la que está basada es de Arthur Schnitzer, el mismo autor que Stanley Kubrick eligió para su óbra póstuma ‘Eyes Wide Shut’ (id, 1999), que indagaba en el carácter infiel del hombre, en la sexualidad como motor, y que en mi opinión, aun siendo un film fascinante se queda corto. Ophüls fue mucho más certero y punzante, a la par que ingenioso, en su acercamiento al tema de las relaciones amorosas en ‘La ronda’, film que tranquilamente podría haber incluido en el especial “El amor en 32 películas”, en el que caerá otro título de Ophüls.
Cabe decir que la obra de Schnitzer escandalizó a la hipócrita sociedad de entonces —en hipocresía creo que el ser humano no ha cambiado un ápice—, que se rasgó las vestiduras porque sus intimidades eran desveladas en un escenario. De hecho, la censura no permitió que la obra se representase en su totalidad hasta pasado un buen tiempo, eliminando alguna de las historias narradas en ella. La adaptación de Ophüls contiene el material íntegro y añade un personaje nuevo, absolutamente fascinante, a cargo de Anton Walbrook, que funciona como narrador, como nexo de unión entre lo que vemos y nosotros. Mucho antes de David Lynch, incluso de Ingmar Bergman, Max Ophüls ya se atrevía con el metacine.
(Spoilers) El inicio de ‘La ronda’ es un largo plano secuencia que logra captar la atención del espectador como pocos. Wolbrook aparece en lo que simula ser un escenario y mientras reflexiona sobre lo cíclico de la vida, sobre la ronda del amor que a todos nos toca, a todos nos influye y atrapa, va cambiando de vestuario y escenario para trasladarse a la Viena de principios del s. XX. Allí, alrededor de un carrousel, y tras la delicada canción en la que se narra cómo los personajes de la función giran y giran, aparecerá una prostituta —encarnada por Simone Signoret, siempre bella, siempre sensual— y que no es otra que la protagonista de la primera historia sobre el amor, la que ocurre entre ella y un soldado.
Lo que viene a continuación es una profunda reflexión sobre los vaivenes de ese sentimiento tan caprichoso al que llamamos amor, tan incontrolable como la vida. Cada historia estará directamente relacionada con la anterior, sin que sus protagonistas sean consicentes de ello; sólo el espectador será testigo de lo cerca y unidas que pueden estar determinadas personas que aparentemente no tienen nada en común. El artista, la prostituta, el militar, el poeta, la doncella, el matrimonio, todos están conectados en ese carrousel que Ophüls visualiza con largos planos secuencia para subrayar los vaivenes del amor, y que este es tan efímero como deseado. ‘La ronda’ es una película que siempre está en continuo movimiento, y cuando la cámara permanece quieta, Ophüls realiza puestas en escena tan ingeniosas como la representación del matrimonio en su dormitorio, esas dos camas separadas, cercanas en el espacio pero lejanas por los sentimientos de sus ocupantes. Ophüls siempre coloca un objeto en primer plano que impide que ambos estén juntos.
Tal vez la película pueda poseer algo de artificioso en su juego, algo repetitivo, pero las historias además de funcionar por sí solas, constituyen una evolución con respecto a la anterior al hablar de ese carácter cambiante del amor, añadiendo poco a poco, historia a historia, un elemento más sobre el mismo que termina de dibujarlo, de perfilarlo, pero nunca de definirlo completamente. Es deslumbrante como ‘La ronda’ hace hincapié, sin decirlo, en el carácter no monógamo del hombre, en su imperiosa necesidad de sexualidad y de cómo esta puede ser justificada con la más inútil de las reflexiones —antológica la secuencia del gatillazo que sufre uno de los hombres del relato con su amante, y mientras esta espera ansiosamente ser amada sexualmente, el hombre se disculpa con frases trascendentales que deberían pertenecer a otro momento—, mientras Ophüls vierte su mirada crítica sobre una sociedad decadente, sobre cualquier sociedad.
El narrador interrumpe las historias, actuando muchas veces como mero observador, otras como intermediario y otras como saracástico comentarista, siempre en contacto con el espectador. No falta incluso un ataque a la censura, probablemente provocado por la que sufrió la obra teatral en su momento, y es aquel que sucede cuando una de las parejas se va a la cama, y no precisamente a dormir. Ni corto ni perezoso, Ophüls coloca a Walbrook al lado de un proyector y eliminando lo que tendría que ser una escena sexual del montaje. Todo ello con una musicalidad muy característica de ciertas obras del director alemán, como si del mejor de los vals se tratase, el vals del amor, marcando ese carácter efímero de forma tan sencilla como describir al pasado como algo más tranquilo que el presente y más seguro que el futuro. Aprovechad el amor cuando llega, porque en la siguiente esquina desaparecerá mientras nosotros giramos y giramos.
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