Cualquiera puede decir que la cumbre del cine se produjo en las décadas de los 60 y 70. Personalmente creo que dicho momento álgido tuvo lugar concretamente entre 1955 y 1965 por muchas y diversas razones. Una de ellas, probablemente no de las más importantes para algunos, tuvo lugar en el cine norteamericano años antes de que la generación de Spielberg, Scorsese y Coppola hiciesen acto de presencia. Un buen número de realizadores salidos de la televisión llegaban a la pantalla grande con proyectos más que interesantes, la mayor parte de ellos con cierto compromiso social en sus argumentos. Gente como Arthur Penn, Sidney Lumet o John Frankenheimer se hacían notar por encima de las posibilidades que una errónea apreciación sobre su procedencia hacían pensar.
El cinéfilo más actual podrá comprobar que actualmente también hay varios directores de origen televisivo que empiezan a despuntar en el campo cinematográfico —sucede también lo contrario, pero ése es otro tema—. Nombres como J.J. Abrams o Josh Whedon están dejando su impronta en la memoria cinéfila, tal vez no al mismo nivel que los directores citados en aquellos años. El caso de Frankenheimer es realmente llamativo, ya que en la década de los 60 nos dejó nada menos que seis films extraordinarios, perfectos ejemplos de aquel cine que empezaba a cambiar a marchas forzadas. Películas como ‘El hombre de Alcatraz’ (‘Birdman of Alcatraz’, 1962), ‘El mensajero del miedo’ (‘The Manchurian Candidate’, 1962) o ‘El tren’ (‘The Train’, 1964) son buena prueba de ello. La que hoy nos ocupa es posiblemente la mejor película de su director, y también una de las cumbres del cine bélico.
Curiosamente, esta película empezó a ser dirigida por el ya citado Arthur Penn, pero al tercer día la estrella de la película, Burt Lancaster, insatisfecho con la percepción que el realizador tenía del film, hizo que le despidieran, siendo sustituido por Frankenheimer, con quien Lancaster hizo varias películas. El resultado es una pieza de orfebrería que al mirarla da la sensación de que hacer cine es una de las cosas más fáciles del mundo. Ambientada en los últimos días de la ocupación en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, narra la historia de un oficial alemán empeñado en llevarse a su país un importante número de cuadros de pintores famosos, cuyo valor sería prácticamente incalculable. Para ello utilizará un tren en el que cargará las obras de arte, pero la resistencia francesa no se lo pondrá tan fácil.
Frankenheimer deja muy clara la postura de un director con respecto al film ya en sus ingeniosos títulos de crédito. En la secuencia inicial vemos un montón de cajas en las que están guardadas las obras. En primer plano vemos algunos de los nombres de sus autores. Monet, Picasso, Cezanne, Matisse, Van Gogh, etc, para inmediatamente después leer Directed By John Frankenheimer. ¿Se puede ser más contundente y preciso? No. Al igual que en Francia —¿coincidencia?— en la que al Nouvelle Vague reivindicaba la figura del autor y el cine era considerado única y exclusivamente arte —a mi juicio un error muy grave—, en Estados Unidos gente como Frankenheimer no se quedaba atrás —más bien todo lo contrario— dejando muy clara su postura al respecto. El cine implicado con una realidad —Kennedy, la incipiente guerra de Vietnam, etc— que proponía nuevos y muy distintos tiempos. El cine como arte, sí, pero también como identidad, como gran aventura reflejo de la vida.
Al igual que en la recientemente comentada ‘Ronin’ (id, 1998) la última gran película de su director, en la que una maleta hacía las veces de McGuffin, aquí la excusa argumental es un tren cargado de obras de arte. La resistencia francesa tratará de impedir por todos los medios que ese tren llegue a su destino, pues las pinturas representan la identidad del pueblo, la cultura que no debe perderse. Para los alemanes, en cambio, dichas pinturas no representan nada más que dinero, grandes cantidades de dinero. Defender lo primero enfrentándose a la osada ceguera del nazismo, tendrá un precio demasiado alto. ‘El tren’ pone sobre la mesa una duda moral del alta envergadura, hasta qué punto merece la pena sacrificarse por unas obras de arte, que tal y como se exponen en el excelente final, quedan todas desperdigadas al lado de una vía de tren. Frankenheimer no realiza concesiones, y tampoco emite juicios. Su puesta en escena, deudora de Orson Welles, es más inspirada que nunca. En más de dos horas no hay un sólo momento de respiro y algunas de sus secuencias desprenden una cruda violencia sin ningún tipo de miramientos.
Burt Lancaster encabeza un reparto absolutamente perfecto, donde destacan Paul Scofield, como oficial nazi obsesionado con la riqueza de las pinturas, Jeanne Moreau, y sobre todo Michel Simon, cuyo personaje tendrá un destino que supondrá un punto de inflexión en la actitud de Labiche (Lancaster). Dirigiéndolos, un Frankenheimer despojándose de los tics televisivos y encontrando un perfecto equilibrio ético/estético, algo que pocas veces se logra. ‘El tren’ supone un entretenimiento de primera —ya les gustaría a muchos directores actuales tener la mano de Frankenheimer para la evasión— que va más allá al remover nuestra conciencia. Arte en puro estado, consciente de que no debe quedarse ahí con su director mirándose el ombligo. Afortunadamente, realizadores como Frankenheimer también pensaban en el espectador. ‘El tren’ contiene a partes iguales compromiso social y espectáculo bien entendido, aquel que sirve a una causa.