Siempre que me enfrento al visionado de una película de Carol Reed, al menos del Reed de la primera época, antes de que perdiese un poco el norte con superproducciones, me sucede lo mismo. La conclusión a la que llego es que, en contra de lo que se suele pensar, Orson Welles participó menos de lo deseado en 'El tercer hombre' ('The Third Man', 1949), curiosamente la película por la que Reed ha pasado a la historia. Hay muestras de sobra en los films del director en aquellos años que nos hacen reflexionar sobre la tan discutida autoría del mencionado film. En cualquier caso, y dejando de lado lo que muy bien podría ser una leyenda urbana —el no saberlo con certeza hace aún más atractivo dicho film—, 'El amor manda' ('Bank Holiday', 1938) nos descubre a un Reed lleno de energía y vitalidad, filmando una de esas historias en apariencia simples y amables, pero que esconden algo más.
Por lo de pronto es toda una sorpresa el ver un film realizado en 1938 y cuya estructura narrativa nos recuerda a films mucho más recientes y famosos. Los films corales suelen tener una gran aceptación entre el público, aunque luego jamás batan récords de taquilla. Films como 'Vidas cruzadas' ('Short Cuts', Robert Altman, 1993), o la impresionante 'Magnolia' (id, Paul Thomas Anderson, 1999) tienen su germen en films tan pequeños como el que nos ocupa. Una pequeña joya del cine británico, primera producción en filmar en exteriores con la intención de captar el enorme bullicio que tiene lugar durante un fin de semana en el que la gente huye de una gran ciudad a la costa. El título que recibió en España es bastante acertado, y resume la esencia del film, el cual podría haber formado parte del especial sobre el amor en el cine si no fueran únicamente 32 títulos.
'El amor manda' es todo un ejemplo de descripción narrativa. El inicio no puede ser más claro. Una inmensa ciudad —suponemos que Londres, ya que vemos un plano del Big Ben— es retratada en toda su cotidianiedad, miles de personas en sus respectivos trabajos, y que cesan sus quehaceres laborales en cuanto llega la hora de salida, anunicada como si de un gran evento se tratase. Un evento que se produce al empezar el anhelado fin de semana en el que cada cual aprovecha para descansar o pasarlo bien. Queda como perfecto reflejo de ello la divertida secuencia en la que un trabajador en una obra subre unas escaleras de pie con un peso al hombro, y a mitad de trayecto vuelve a bajarlas al oir el sonido que invita a finalizar la jornada. Un detalle muy sutil, con toques de comedia, la cual se asomará no pocas veces al relato, aunque nunca sin cargar las tintas. Ante todo estamos ante un film amable, sin grandes pretensiones y con poderosas pizcas de drama. Una ligera tragicomedia.
A continuación y tras mostrar el gran jaleo que se monta en las estaciones de tren en las que la gente se apelotona para conseguir billetes que les lleven a la localidad costera de Bexborough —ficticia, representando todos los pueblos o ciudades costeras del país—, Reed va intercalando diversas historias, cada una con su interés mayor o menor. La primera, y que servirá de hilo conductor todo el relato, presenta a una enfermera que queda furtemente impactada por la reacción de un hombre al sufrir la muerte de su esposa durante un embarazo. Resulta realmente prodigiosa la forma en la que Reed entrelaza dicha historia con las demás, pues supone todo un juego para hablar, una vez más y como en infinidad de películas, del amor en todas su etapas. El proceso de enamoramiento, la atracción por lo prohibido dentro de la pareja, la soltería y cómo no, el compartir vida y sueños con alguien durante muchos años.
Aunque las otras dos hitorias, cuyos nexos de unión se provocan únicamente porque todos los personajes eligen el mismo sitio para veranear durante el ajetreado fin de semana, poseen suficiente interés y realmente se sustentan en una mirada simpática por parte de Reed —las dos amigas solteras que acuden a un concurso de misses, una de ellas absolutamente insoportable, y el maduro matrimonio formado entre una conformista mujer y un hombre que sólo piensa en beber, cargando a cuestas con sus más que pesados hijos—, es realmente la de la enfermera —magnífica Margaret Lockwood, actriz hoy casi olvidada, a pesar de haber sido una estrella en los años 30— y el hombre afectado por la falta de amor, la que sustenta el relato y mantiene toda nuestra atención. Su extraña y fascinante atracción puede verse en un par de momentos durante la película, los más poéticos y en los que Reed deja de lado su mirada realista. Por otro lado, el gusto por el detalle descriptivo sirve a Reed la oportunidad de hablar de otras cosas de similar importancia, quizá más. Ahí tenemos la función que una compañía de teatro da para un solo espectador que se entretiene mientras espera que abran el bar, o la casi onírica secuencia nocturna de una playa llena de gente descansando allí debido a que los hoteles están completos.
También llama poderosamente la atención como Reed enfrenta, por así decirlo, dos formas bien distintas del nacimiento del sentimiento amoroso, demostrando con ambas que el amor llega cuando menos te lo esperas y en situaciones realmente especiales. A la historia principal dotada por Reed de cierto lirismo, hay que sumar el encuentro de la chica que se presenta a Miss, con el soñador joven que suspiraba por Catherine (Lockwood), amiga con derecho a roce pero con sus pensamientos en otra persona. Los dos encuentros, que podríamos considerar fortuitos, provienen de dos desgracias, una más importante que la otra, ya que hablamos de la muerte de un ser querido y la otra de la muerte de un capricho, de uno de esos amores platónicos que todos hemos sentido alguna vez. En cualquier caso, puede apreciarse, no sé si por mala leche o por casualidad, que en la película el eterno sufridor es el hombre, siempre más bobalicón y débil que una mujer cuando se trata de amor. O al menos el que más lo demuestra.