El viernes, 16 abril, se estrena 'Nadie sabe nada de gatos persas' (Kasi Az Gorbehaye Irani Khabar Nadareh', 2009), el último film de Bahman Ghobadi, cuya trascendencia reside, más que en valores fílmicos, en darnos a conocer un aspecto de la política de su país que los espectadores occidentales siquiera nos habíamos planteado: la llegada al poder en 2003 de Mahmoud Ahmadinejad conllevaba, entre otras cosas, la persecución de cualquier música no religiosa («ghéna»). Las mujeres no pueden cantar, excepto en coros, ya que las emociones que producen sus voces se consideran pecado. En Teherán existe una rica escena musical, pero que es literalmente underground, ya que los intérpretes deben esconderse en sótanos para que nadie les oiga ensayar.
Los gatos del título son para Ghobadi una metáfora de los jóvenes músicos. Los animales de compañía no se pueden sacar de casa, lo cual no evita el cariño que los habitantes les profesan. Como gatos y perros encerrados en cuatro paredes, pero apreciados y queridos, se encuentran los compositores de Indie Rock en Teherán. El autor quería crear, asimismo, un paralelismo con la otra forma artística que más disfruta: el cine, pues su situación es muy similar. Para él y todo su equipo, la obtención de permisos para rodar se hacía tan difícil como para los protagonistas de la película conseguir la autorización para dar un concierto.
'Nadie sabe nada de gatos persas' es un film rodado con estilo semidocumental. La cámara persigue, con una intención naturalista, a dos músicos y a su representante —único actor que no se interpreta a sí mismo—, mientras buscan miembros para formar un grupo. Los personajes, los lugares y las conversaciones son siempre reales. Con la idea de realizar un documental, Bahman Ghobadi comenzó a acercarse a esta realidad y, más adelante, decidió incluir elementos de ficción que, en mi opinión, están de más.
Uno de estos recursos consiste en presentar un objetivo de los protagonistas —conseguir papeles para tocar— que quedará en suspenso mientras se ofrece un muestrario completo de los músicos teheraníes. Una tras otra, asistimos a las actuaciones de una docena de grupos a los que el director regala, con extrema generosidad, un videoclip compuesto casi siempre con imágenes de Irán y algún plano que ilustra el contenido de la canción. Estos montajes musicales, muy similares entre sí, sobrecargan la película y la convierten en repetitiva. Sin el despiste del falso planteamiento de ficción, la cinta no se me antojaría excesiva ni reiterativa, pues sabría que lo que me va a aportar es el descubrimiento de nuevas bandas.
El protagonismo de Ashkan y Negar es igualmente prescindible ya que, si bien sólo son una mera excusa, un hilo conductor, empañan demasiado el film con una presencia que, por profusa que sea, no sirve como muestra de lo que sucede. En ningún momento parece que estos jóvenes se enfrenten a auténticos problemas. Ghobadi no profundiza lo bastante en el conflicto ni muestra la situación con suficiente exactitud. Así, resulta necesario el apoyo de textos en los que el autor define sus aspiraciones o de explicaciones sobre la vida iraní para comprender las dimensiones de lo que se describe.
Completo mi apuesta por el documental con un comentario sobre el final. Todo lo mostrado en el film es real, excepto por los últimos sucesos. A pesar de que su falsedad no es completa, pues aclara Ghobadi que las fiestas suelen terminar así, suponen una salida de tono con respecto al fluir general de la cinta y quedan muy forzados. Estos hechos finales se han introducido para que se perciba la gravedad del asunto y, si bien, era lo que le exigía al autor unas líneas más arriba, quizá no era ésta la mejor forma de lograrlo.
La durísima crónica sobre la guerra en el Kurdistán que supuso 'Las tortugas también vuelan' ('Lakposhtha parvaz mikonand', 2004) es de esos films que preferiría no haber visto, a pesar de su enorme calidad. El retrato del Irán actual de 'Nadie sabe nada de gatos persas' se sitúa, quizá, en el extremo opuesto, al ser demasiado leve la herida que lacera la conciencia. Y es que a veces parece que somos tan masoquistas que preferimos que nos hagan sufrir a que nos dejen indiferentes.