"Sin piedad, el hombre no es un ser humano" - Zushiô (Yoshiaki Hanayagi)
En mi personal jerarquía de directores, que quizá algún día, y si al lector le apetece, detallaré en profundidad, hay tres clases o tres estratos, bien diferenciados. Algo parecido a clases sociales. Puede sonar elitista, pero no creo que haya otra forma de verlo. Otros simplemente ven dos tipos de directores: los buenos y los malos. No me parece mal, pero eso puede quedar muy reduccionista y muy injusto, en ocasiones. En la tercera clase, la más baja, se situarían, naturalmente, los de nulo valor, los que no tienen nada que ofrecer, los más comerciales o ineptos. Creo que la segunda clase sería mucho más amplia, y en ella encontraríamos todo tipo de directores de mayor o menor valía, desde artesanos estimables hasta mercenarios con una mirada o punto de vista muy poderoso y personal, pasando, por supuesto, por estupendos directores capaces de filmar muchas buenas películas. Y la primera clase sería la menos numerosa. Sería la aristocracia del cine. Grandísimos artistas: Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, John Ford, Robert Bresson, Andrei Tarkovski, Francis Ford Coppola, Michelangelo Antonioni, Terrence Malick...
Pero, sin lugar a dudas, en esa primera clase habría que incluir a uno de los grandes, grandes de verdad, el japonés, nacido en Tokyo el 16 de mayo de 1898, Kenji Mizoguchi, figura ineludible y obligatoria del cine japonés, que junto a Akira Kurosawa y Yasujirô Ozu, es considerado habitualmente como el trío de grandísimos maestros de esa cinematografía tan prolífica en grandes cineastas. Cuando ya los estragos de la leucemia empezaban a pasarle factura, Mizoguchi filmó una obra de arte que debería hacer palidecer, por asumir la propia incapacidad, a muchos directores con ínfulas artísticas: 'El intendente Sansho' ('Sanshô Dayû', 1954), que es uno de los más terribles retratos que el cine ha dado del odio nacido de un dolor desesperado, del infierno y la crueldad de la esclavitud, del camino de la fraternidad como única salida a una existencia arrasada por la miseria. En definitiva, un filme de visión imprescindible para todos los amantes del cine, cuando deja de ser una mentira ficcionada y se convierte en un poema.
Desde luego, es inimaginable lo que sería la figura de Mizoguchi hoy día si casi un setenta por cierto de su filmografía no hubiera resultado destruida para siempre en la Segunda Guerra Mundial, y si no hubiera muerto de leucemia en 1956, a los cincuenta y ocho años. Inimaginable porque aún así está considerado como uno de los más grandes de la historia, ya que en los años cincuenta alcanzó la plenitud de su arte con varios filmes monumentales como 'Cuentos de la luna pálida de agosto' ('Ugetsu monogatari', 1953) o 'Vida de Oharu, mujer galante' ('Saikaku ichidai onna', 1952), entre otros. Mizoguchi se crió en la miseria más extrema, y vio cómo su hermana mayor era vendida como geisha para poder salir adelante. A pesar de la brutalidad de su padre, o quizá precisamente por ella, el joven Kenji aprendió pintura occidental, diseño textil tradicional y comenzó a escribir poesía. A la muerte de su madre, cuando contaba diecisiete años de edad, se fue a vivir con su hermana geisha, fascinado por las costumbres ancestrales y secretas de las cortesanas. Es imposible no percibir todo esto en su trabajo cinematográfico, y sobre todo en 'El intendente Sansho', cuyo bellísimo aspecto visual asemeja el de una ilustración surgida de la imaginación más arrebatada, cuyas mismas texturas y formas van mucho más allá de la recreación histórica, y cuya crónica de las mujeres obligadas a prostituirse es un poema de un lirismo indescriptible.
La herida del odio
Mizoguchi y su habitual director de fotografía Kazuo Miyagawa (1908-1999) crean algunas imágenes de una belleza, una profundidad y una serenidad muy difíciles de lograr. En un sensacional blanco y negro, que es la única forma de contar una historia como esta, obtenemos planos inolvidables: el fantasmagórico bosque nocturno en el que se refugia la familia, las impresionantes montañas por las que huye el esclavo Zushiô, la visión de las tierras de Sansho ardiendo desde el otro lado del valle, el río rodeado de árboles al que acude Anju en una secuencia sobrecogedora, la melancólica playa de la recta final de la historia... Buena parte del mérito la tienen, claro, los bellísimos parajes naturales escogidos para toda la película. A menudo tan bucólicos, tan idílicos, que la terrible historia que nos narran duele todavía más, porque no nos podemos creer que en un mundo aparentemente tan hermoso puedan ocurrirles tantas desgracias e injusticias a los seres humanos que en ellos viven y sufren. Una historia sobre la desesperación, en la que un noble compasivo arrastra a su privilegiada familia a la pobreza más terrible, a la esclavitud, a la prostitución, al odio, por su necesidad íntima de enfrentarse al emperador, ya que toma la decisión de prohibir la esclavitud, y en esa lucha lo pierde todo.
Es decir, que un acto de altruismo y de benevolencia absoluta por parte de un hombre bueno, desemboca en un sufrimiento extremo para su mujer y sus hijos, que se verán separados y atrapados por la codicia y la mezquindad de los hombres. Y el hijo de ese hombre bueno, acostumbrado a experimentar, ver e infligir dolor, se transformará en una bestia sin sentimientos, en un esclavo bestial y temible, tan despreciable como el mismo Sansho, que les esclaviza. Para Mizoguchi, su redención se le brinda de la única manera posible, a través del sacrificio de su hermana. Gracias a ella, Zushiô abandonará el camino del odio y retomará su propia vida, luchando por ser siquiera una sombra del niño bueno que fue. Sólo un artista compasivo y de gran corazón como Mizoguchi podía contar este trágico y conmovedor relato, y contarlo de una forma tan sencilla, tan directa y tan emocionante. Porque habla de cuestiones que conoce muy bien, ya que son parte de su propia vida. Y mira a esos pavorosos recuerdos, a esas patéticas figuras de su infancia, no con rencor o con ira, sino con comprensión, con clemencia, con sosiego. Asumiendo la miserable condición humana, y otorgando dignidad y luz a esa condición.
Hay algo profundamente misterioso en la puesta en escena de Mizoguchi, la manera sencilla y humilde con la que convoca una tensión psíquica y emocional tan extremas. Dicen que 'El intendente Sansho' es un melodrama, pero en ella hay poquísima música. La mayor parte del tiempo hay silencios. Los cortes musicales de Fumio Hayasaka, Tamekichi Mochizuki y Kanahichi Odera, que emplean la flauta Shakuhachi para temas tradicionales, intervienen en momentos muy específicos, sin influir en la fluidez de la narración. Es decir, que las mismas imágenes son música, sin necesidad de revestirlas con música. Se erigen en un hipnótico canto a la vida y a la libertad en oposición al odio que emponzoña la vida y el pasado de las personas que lo practican. Mizoguchi, en el ocaso de su vida, sabía esto, y que el cine es capaz de contar temas tan importantes porque quizá fue creado para ello.
Conclusión: Un filme inmortal
Muy probablemente, uno de los filmes más bellos de la historia del cine, cuyo visionado deja literalmente exhausto, pero que tira de lo mejor de nosotros mismos, exigiéndonos reaccionar, levantarnos y vivir. En los años noventa, los productores Robert Michael Geisler y John Roberdeau le encargaron a Terrence Malick una versión teatral de esta maravilla, y él aceptó. Una primera versión fue presentada de manera privada en 1993, con dirección de Andrzej Wajda, con decorado y vestuarios de Eiko Ishioka (que se llevó un Oscar por 'Bram Stoker's Dracula'). Durante la primavera de 1994, una versión más modesta fue dirigida por el propio Malick en Los Angeles, con vistas a una futura producción para Broadway que nunca tuvo lugar. Este filme inmortal sigue provocando veneración tantos años después, y muchos grandes directores regresan a sus imágenes impresionados por el gigantesco talento de un poeta como Mizoguchi.