‘Toy Story 3’ (id, 2010, Lee Unkrich) es una película sobre la que, a poco tiempo de su estreno, ya se ha dicho prácticamente todo sobre ella. Un milagro cinematográfico que ha puesto casi de acuerdo —siempre hay gente que se resiste o no cree en el cine de animación— a público de todas las edades y clases, algo que rara vez se ve en este maravilloso arte. Y yo me pregunto si no será ésta la finalidad del buen cine, del gran cine en realidad, el de producir esa magia que hace que tanta gente esté de acuerdo. La prueba en este mismo blog, desde vosotros, los lectores, que nos dejáis vuestras impresiones siempre que podéis, hasta los propios editores. Ahí tenéis a la alegría de todas las fiestas, Jesús León, que ha quedado maravillado; o ese ser, Adrián Massanet, que también se ha dejado arrastrar por ese torrente de emociones que es la tercera entrega de la mejor trilogía de la historia del cine.
¿Acaso existe otra saga o trilogía cuyas entregas puedan ser consideradas todas obras maestras? Ni siquiera lo consiguen los padrinos de Coppola o el aventurero del látigo de Spielberg. Los chicos de Pixar han conseguido lo que parecía imposible en estos tiempos de remakes, secuelas y reboots, finalizar por todo lo alto con una saga que comenzó hace 15 años con un film que revolucionó el mundo de la animación y nos presentaba a unos personajes inolvidables de los que Pixar se despide en esta emocionante tercera entrega con un cierre absolutamente perfecto.
El tiempo ha pasado —mostrado en el impresionante prólogo a través de una muy cuidada elipsis—, Andy está a punto de ir a la universidad, y sus viejos juguetes —nuestros viejos amigos— están medio olvidados en un baúl en el que éstos se las arreglan de mil maneras para llamar la atención de su dueño. Andy decide llevar sus juguetes al desván pero una confusión hace que la madre los lleve a una guardería para que las nuevas generaciones de niños jueguen con ellos. Woody, Buzzlightyear y su equipo no dejarán que su dueño se olvide tan fácilmente de ellos e idearán un plan para salir de allí y regresar a su hogar.
Un esquema argumental que se inspira bastante en el de ‘Toy Story 2’ —cambiemos almacén de juguetes por guardería y punto— pero que ofrece una serie de posibilidades increíbles. Una vez más a través de unos simples juguetes, convertidos en carismáticos personajes, los chicos de Pixar, esta vez liderados por Lee Unkrich en solitario, nos hablan de cosas como la madurez, el olvido, la vejez e incluso la muerte. ‘Toy Story 3’ es en ciertos momentos un film demasiado duro, sobre todo en su tercio final, en el que las concesiones son mínimas y la emotividad máxima. Hasta llegar a ello, la película es una aventura única, con un ritmo endiablado y con homenajes varios a Spielberg, Lucas e incluso al estudio Ghibli.
Todo esto ya se ha dicho. Mis compañeros se han deshecho en elogios —y no dudo de que Juanlu o Beatriz hagan lo mismo— hacia la perfecta animación del film, la fuerte presencia de personajes nuevos, la garra de la historia y cien mil cosas más. Pero hay algo que no han dicho y yo me veo en el deseo irrefrenable de contar, de compartir, porque estoy seguro de que muchos más lo han sentido. Hasta ahora, Woody, Buzz, Rex, el señor Potato y el resto de encantadores personajes nos parecían precisamente eso, unos personajes con los que nos reíamos o llorábamos, con los que disfrutábamos en grande, en definitiva. Los chicos de Pixar se las ingeniaban para que quedáramos con la boca abierta encandilados nada menos que por unos juguetes con vida propia. Pero en ‘Toy Story 3’ son algo más, y me basta un gesto de Andy para definirlo.
Andy, gracias a que Woody le ha dejado una nota escrita, decide ceder sus juguetes a Bonnie, una niña que aparece a mitad de film para prepararnos para la escena final. En el fondo de la caja se encuentra el entrañable vaquero que tanto nos ha hecho disfrutar, Andy se sorprende, lo coge y se lo queda mirando extrañado de que esté allí pues tenía pensado llevárselo a la universidad, tal vez como recuerdo, para agarrarse en cierto modo a esa etapa de la niñez a la que todos queremos regresar de vez en cuando. La niña quiere coger a Woody y Andy hace algo que todos haríamos si quieren quitarnos nuestro juguete favorito: lo aparta de la niña.
Lo que viene después es un duro golpe a todos nuestros recuerdos de niño. Woody, Buzz y todos sus amigos ya no son esos carismáticos personajes de los que hemos hablado una y otra vez. Mientras los más pequeños disfrutan de que tengan un nuevo hogar —en el que afortunadamente una niña juega de forma tradicional—, los mayores nos incomodamos y nuestros recuerdos se alteran. Nuestros queridos amigos representan todos aquellos viejos juguetes de los que nunca quisimos desprendernos y que quedaron olvidados o perdidos en algún lugar. En mi caso particular se trataba de un conejo grande de peluche que me acompañaba todas las noches, sin él no podía dormir y al despertar era lo primero que quería ver. Creo que acabó en la basura y ahora Pixar hace que me salten las lágrimas de sólo recordarlo.
Ésa es la magia del Cine.
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