De entre los festivales de cine más importantes del mundo, se suelen citar los cuatro grandes europeos (con un poco de autocomplacencia y elitismo continental, todo sea dicho….), que formarían Berlín, San Sebastián, Venecia y Cannes. Son los cuatro festivales A, es decir, que en su sección oficial a concurso sólo pueden incluir películas que no se hayan estrenado fuera de su país de origen en salas comerciales, entre otros requisitos. De los cuatro, podríamos decir que la Cenicienta, o el más pequeño y humilde, es el de San Sebastián, mientras que sin lugar a dudas el más grande de todos, a nivel mediático y de infraestructura, es con mucho el de Cannes. A un nivel intermedio estarían Berlín y Venecia.
Pero, al margen de condicionamientos previos, sí se pueden comparar, por ejemplo, el festival de San Sebastián, o Zinemaldia, y el de Berlín, o Berlinale. No me cabe duda de que el Oso de Oro es un premio mucho más codiciado que la Concha de Oro. Pero creo que se pueden romper varias lanzas a favor del festival español, y no me ha entrado una vena patriótica, si no que estoy convencido de que esto puede y debe cambiar, a tenor de la situación actual de ambos festivales, además de la cada vez menos interesante Mostra Veneciana, que acontece pocas semanas antes que el certamen donostiarra. El problema, claro, es que estamos en España, la pobre España. Y a merced de Ignasi Guardans no creo que la cosa vaya, precisamente, a mejorar.
Dos certámenes de pasado turbulento
En ambos festivales un grupo internacional de artistas juzga una veintena de obras desconocidas, recién paridas, a lo largo de semana y media de proyecciones. Y a tenor de lo visto en las últimas ediciones de sendos festivales, la diferencia más grande entre ambos es, pura y simplemente, el presupuesto, que es mucho mayor en el caso del alemán (más de tres veces superior al del español). Esto significa un margen de maniobra mucho mayor a la hora de seleccionar las películas a concurso, o en secciones paralelas. Pero ese margen de maniobra, desde que la dirección a caído en manos de Dieter Kosslick, no se ha traducido en ediciones berlinesas especialmente afortunadas.
Desde que Kosslick es director de la Berlinale, el bajón de interés de todas sus secciones es sensible, es más que evidente. Precisamente desde el año en que comenzó, 2001, el certamen ha perdido poder para descubrir nuevos grandes nombres, y para sorprender en su sección oficial. Por supuesto que todavía sigue teniendo prestigio, pero empiezan a oírse voces que piden una mayor autoexigencia o, ya puestos, sangre nueva en la directiva para revitalizar internamente el certamen. Un certamen que, como en el caso del español, ha conocido una existencia turbulenta que le añadía un gran interés cultural.
Porque si en San Sebastián hemos presenciado tensiones provocadas por la barbarie terrorista, en forma de manifestaciones o eventos desafortunados, el de Berlín comenzó apenas seis años después de la Segunda Guerra Mundial, en una capital devastada, que luego, para acabar de rematar, se vio aislada de su entorno por la lamentable Guerra Fría, consecuencia de la cual se vio aislada del exterior por un penoso, y famoso, Muro. Pero, a pesar de los acontecimientos muchas veces tristísimos, que rodeaban ambos certámenes, que los politizaban o les añadían morbo, tenían algo, o mucho, de rompeolas estético. Demostraban que el cine podía, y debía, ser capaz de aliviar y de airear la atmósfera social.
Pero eso ya, veinte años después de derribado el Muro, ha pasado a la historia. Con el fastuoso Berlinale Palast (sobre estas líneas), y con la ubicación de la Berlinale en la industrial y gélida Potsdamer Platz (entre las sedes de Sony y de BMW...), podemos hablar de un gran negocio, que además cuenta con uno de los tres mercados cinematográficos más importantes del mundo, el European Filme Market, muy cerca de la plaza. Hay cierta incoherencia entre tanto lujo, o sensación de lujo, y el interés de fondo del festival de aunar películas pequeñas con grandes estrellas. Pero si uno se olvida del prestigio, que a tantos les hace dormirse en los laureles, está muy claro que el Festival de San Sebastián está mucho mejor organizado, y tiene más y mejores instalaciones, y es una ciudad mucho más hermosa que la capital germana.
El Kursaal, que es el edificio principal del festival donostiarra, aunque también es empleado para otros menesteres, es lo que el Palast a la Berlinale. Por supuesto, el alemán es más suntuoso, pero no más impresionante. Y el Kursaal es un emplazamiento mucho más completo para acoger esta clase de eventos. En primer lugar porque en su interior se encuentran todos los recursos necesarios para la prensa acreditada, incluyendo una sala de prensa mucho más grande (y equipada con una veintena larga de ordenadores) que la pequeña sala con W-Lan disponible en el Palast. En segundo lugar porque la sala de conferencias del Kursaal es mucho más grande y mejor que la que está habilitada en el hotel contiguo al Palast, el Grand Hyatt.
Espacios y ritmos
Ya dije durante la 60º Berlinale que la sala de conferencias del Hyatt era, sencillamente, vergonzosa. Por su escasa capacidad para albergar periodistas (tanto prensa escrita como gráfica), por la estúpida decisión de la Berlinale de no incluir siempre el español como uno de los idiomas disponibles en los auriculares, por el caos que puede formarse en las escaleras del hotel. En comparación, la sala del Kursaal es magnífica, puede albergar a más del triple de periodistas, el sonido es magnífico y se propaga por toda la sala con suficiente claridad, y es, en definitiva, un espacio óptimo para un evento de estas características.
Y ya en cuestión de salas, San Sebastián tampoco tiene nada que envidiar a Berlín, más bien al revés. Es posible que el Zoo Palast o el FriedrichstadtPalast sean cines enormes e impresionantes, pero están muy alejados del festival, y no albergan sección oficial. El CinemaXX, muy cercano al Palast, pierde en comparación al maravilloso Teatro Victoria Eugenia, un vetusto y soberbio edificio al que además no se puede acceder una vez comenzada la proyección, lo que le suma veinte puntos más. Pero ya la sala del Kursaal es tan grande y tan bien preparada como la misma sala del Palast, con una imagen y un sonido fenomenales.
Aunque si entramos a hablar sobre los mismos espacios vitales de la ciudad, y del ritmo y del ambiente, San Sebastián es una ciudad muchísimo más viva que Berlín, social y culturalmente hablando. No hay punto de comparación. Sólo puedo decir que una vez terminada la jornada en la Berlinale, entre el frío y el escaso ambiente de los alrededores, no se podía hacer mucho más que ir al hotel a trabajar. Sin embargo, San Sebastián bullía de vida, gozaba de una atmósfera nocturna impresionante, impregnada del aroma del festival, pero también por la propia idiosincrasia de la ciudad.
Eso es lo bueno de un festival de esta índole en una ciudad pequeña (bañada por el mar cantábrico, con unas playas y un oleaje espectacular), pues no es lo mismo en San Sebastián o Cannes, que en una gran capital como Berlín. Y no es lo mismo en el gélido clima de febrero de una capital nórdica, que en el final del verano en una pequeña ciudad costera española. Lo que hay es lo que hay. Lástima que, como tantas otras cosas en España, se cuide tan poco este festival, y se le de tan poca cobertura en los medios. Quizá así se compensara la falta de presupuesto con más apoyo. Pero no creo que Guardans o Sinde estén por la labor. Más bien al contrario.