Cuando a finales de los años 90, el venerado director de esta película, que todavía no contaba sesenta años, anunciaba su retirada, para consternación de los millones de seguidores que tiene en el mundo, tuvimos suerte de que esa retirada (que luego fue de nuevo anunciada con cada nuevo proyecto) no se haya hecho realidad, pues aunque con la descorazonadora ‘La princesa Mononoke’ pareció haber tocado su techo, la trilogía de relatos con protagonista infantil que nos ha regalado son un tesoro del cine de animación por numerosas razones. Y de todas ellas la más conmovedora y entrañable quizá sea ‘Ponyo en el acantilado’.
Película libérrima y hermosa, en las antípodas de gran parte del cine de animación japonés que allí se exhibe y que se vende a medio mundo como ejemplo de modernidad, de ficción científica extrema, o de fantasía heróica ultraviolenta, que sorprende inicialmente (una vez más) por su inocencia y alteridad, y que finalmente obliga a rendirse y a bajar los brazos de los prejuicios adultos, entregándose por completo a una fábula a medio camino entre lo místico y lo mitológico, impetuosa en su ejecución y sorprendente en su júbilo desatado, pleno e ilógico.
El imaginario de Miyazaki conforma un cosmos polimórfico y subyugante, que al fin se ha visto despojado de toda razón o prejuicio interno, para abandonarse en el placer que provoca la animación más desenfadada, que conquista a base de ingenio y de sencillez lo que gran parte del cine de animación japonesa no logra a base de virtuosismo técnico y violencia salvaje. A su lado, otros logros del director parecen ahora meros borradores que esperaban transformarse en esta plenitud animada. Pienso en la fundacional ‘Mi vecino Totoro’, viaje hacia la liberación de los miedos infantiles, que nos hizo descubrir una mirada única a principios de los años 90.
En su cosmos cohabitan toda suerte de criaturas fantásticas que, por lo general, sufren sus propios problemas en una rutina a menudo acuciante, y con una serie de responsabilidades que se ven alteradas por la presencia de los humanos. Con la sola excepción de ‘Porco Rosso’ (una ejemplar película de aventuras con un trasfondo político y moral más complejo de lo que parece a simple vista), las criaturas mitológicas habituales de Miyazaki observan la presencia humana como una molestia con la que tienen que lidiar, y que cambia su mundo (el mundo) para siempre.
Así sucede con la inoportuna comilona de los padres de Chihiro, o con la destrucción del bosque en ‘La princesa Mononoke’. El hombre se encuentra en el filo, y la naturaleza, con todos sus terribles poderes, se dispone a defenderse de él. En ese sentido, Miyazaki, más que ecologista, es terriblemente pesimista, porque sabe que sólo del pesimismo nace, en el último instante, la esperanza. Una esperanza que sitúa, sin falsedad ni manipulación, del lado del ser humano, al que siempre ofrece una oportunidad de redención. Pero Miyazaki no es un humanista, es, más bien, un poeta enamorado de la naturaleza que sabe que el ser humano tiene varias asignaturas pendientes con su entorno.
Sus dioses, a menudo benévolos y a veces furibundos, sus espíritus bonachones, sus brujos o brujas demacrados, se relacionan por tanto con personas que han de aprender normas secretas, pactos que les unen, códigos de comportamiento, en experiencias catárticas y muy intensas. Se vale Miyazaki, para contar estas historias, de un sentido del ritmo en verdad admirable, que en opinión de quien esto escribe es una de las dos o tres virtudes más importantes de un verdadero artista del cine. La forma de fijar y recoger al mismo tiempo el flujo del tiempo, su devenir y su irregularidad constante, es en Miyazaki un prodigio de naturalidad, más aún por tratarse de animación.
Animación construida, en Ponyo, como si de una acuarela preñada de buenos sentimientos (que no llegan, nadie sabe cómo, a la ñoñería) se tratase, de colores primordiales, de trazo sencillo que logra captar muy bien el sentido de lo maravilloso, expresar la verdad de mundos muy diferentes que se complementan entre sí con asombrosa facilidad. Miyazaki consigue un logro que es una conquista mayor: la de la infancia como precursora del ingenio del gran cine.