“Amo actuar. Realmente la gente que más me gusta se dedica a la interpretación”
Pero, aunque ya es uno de los grandes, no es ni mucho menos un artista que despierte consensos. Lo que nadie puede negarle, aún los que a menudo me dicen que no es un actor que realmente les emocione o que les caiga precisamente bien, es que Sean Penn es un actor y director con personalidad. Su activismo político, su aureola de tipo duro y de vividor, y su propensión a decir lo que piensa (“soy un gran bocazas”, ha dicho más de una vez) le han puesto en el punto de mira de los que no soportan que un actor llame la atención fuera de su trabajo. Ahora se cumplen tres décadas desde que debutó como actor en ‘Taps, más allá del honor’ (‘Taps’, Harold Becker, 1981) en la que compartía pantalla con otras jóvenes promesas (qué divergente ha sido la carrera de cada uno de ellos…) como lo eran Tom Cruise y Timothy Hutton (que ya se había llevado un Oscar por ‘Gente corriente’, mientras que Cruise aún sueña con el suyo). Fue el primero de varios títulos olvidables, en unos comienzos que poco tienen que ver con el enorme prestigio del que goza ahora mismo.
Paralelamente a su ascendente carrera como actor, a los grandes títulos que se han ido sucediendo con envidiable regularidad y a los premios que ha ido ganando por sus esfuerzos, Penn ha desarrollado una más que estimable carrera como director, que ya suma cuatro largometrajes (bastante interesantes todos ellos, con sus luces y sus sombras), un documental, un vídeo musical y un corto, además de ser un guionista (de tres de sus largos) más que estimable. Es decir, es un profesional que no ha parado de trabajar y que ha dejado huella en cada una de las disciplinas en las que ha participado. Aunque, por supuesto, siempre se le recordará como un actor de esos que llaman “de carácter”, que goza en su carrera de complejos e inolvidables papeles tanto de principal como de secundario, desplegando una asombrosa capacidad camaleónica, gracias a la cual se ha transformado exterior e interiormente como pocos colegas suyos han sido capaces de hacer.
Nacido en Los Angeles en 1960, hijo de actores, debutó en ‘La casa de la pradera’ (‘Little House on the Prairie’, 1974-83) porque su padre dirigía algunos episodios, y estudió arte dramático durante dos años. Trabajó en el teatro neoyorquino, pero lo suyo era el cine. Aunque sus caracterizaciones de la época nos muestran a un Sean Penn melenudo y casi irreconocible, sin duda estaba destinado a hacer grandes cosas. De ‘Aquel excitante curso’ (‘Fast Times at Ridgemont High’, Amy Heckerling, 1982) a ‘Shanghai Surprise’ (id, Jim Goddard, 1986), trabajó con directores como Louis Malle o John Schlesinger, con actores como Christopher Walken, David Strathairn, Nicolas Cage, Donald Sutherland o Jack Warden, se ganó fama de difícil y se casó con Madonna. Casi nada. Para colmo, justo después empezaron a llegarle los buenos papeles y supo conducir con gran inteligencia su carrera.
Sin lugar a dudas, en 1993 demostró que era más que un buen actor: era un intérprete de raza que no tenía ningún problema con caracterizaciones extremas. Su fenomenal trabajo en ‘Atrapado por su pasado’ (‘Carlito’s Way’, Brian De Palma, 1993) era el más completo suyo hasta la fecha. Salía en pocas secuencias, pero resultaba inolvidable. Confirmando su genio, llegó la impresionante ‘Pena de muerte’ (‘Dead Man Walking’, Tim Robbins, 1995), volvió a transformarse, logró su primera nominación al Oscar y el Oso de Plata en el Festival de Berlín. A partir de ahí, su trayectoria ha sido apasionante, en una escalada imparable hacia la plenitud. Con muy pocos errores, y algunos de los mejores papeles masculinos de los noventa y la primera década del siglo XXI: le hemos visto en la salvaje ‘U-Turn, giro al infierno’ (‘U-Turn’, Oliver Stone, 1997), en la que estaba muy bien, y aunque participó en esa tontería de ‘Hurlyburly’ (id, Anthony Drazan, 1998), fue uno de los elegidos para los papeles principales de la sublime ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, Terrence Malick, 1998) y cerró década con la estupenda ‘Acordes y desacuerdos’ (‘Sweet and Lowdown’, Woody Allen, 1999), que significó su segunda nominación al Oscar y una nueva y radical transformación.
Penn, uno de esos actores de los que la cámara parece “estar enamorada”, da la impresión de no hacer gran cosa delante de la pantalla, más que limitarse a aparecer y abrirse el pecho de pura sinceridad. Eso, y su gran talento transformador, son sus grandes bazas. Basta verle en ‘Yo soy Sam’ (‘I Am Sam’, Jessie Nelson, 2001) para descubrir un nuevo Penn, que en nada se parece al de ‘El clan de los irlandeses’ (‘State of Grace’, Phil Joanu, 1990), o en sus dos gloriosos papeles de 2003, en los que, sin apenas cambio físico, daba vida a dos caracteres tan opuestos: el ex-convicto convertido en padre de familia, y el ex-moribundo que por una deuda vital busca cumplir una venganza que no es la suya. ‘Mystic River’ (id, Clint Eastwood) y ‘21 Gramos’ (‘21 Grams’, Alejandro González Iñárritu) son dos películas durísimas, que cuentan con un Penn escalofriante, por decir algo suave. En la de Eastwood (para quien esto suscribe, la obra más grande del veterano realizador), Penn llevaba a cabo un ejercicio de exteriorizar su energía, una energía bestial, violentísima. En la de Iñárritu era parecida, pero en lugar de exteriorizarla, la interiorizaba. Por el primero se llevó su primer Oscar, por el segundo la Copa Volpi del Festival de Venecia. Fue la consagración de Penn como el gran actor que es, y lo fue por méritos propios, por su incontestable crecimiento como artista.
Su segundo Oscar, por la emocionante ‘Mi nombre es Harvey Milk’ (‘Milk’, Gus Van Sant, 2008), premiaba otra hazaña camaleónica, y le redimía de unos pocos años sin grandes papeles. Ahora, esperamos su aportación en la nueva película de Terrence Malick, ‘The Tree of Life’ (recordemos el trailer y el cartel que nos trajo Juan Luis), mientras alucinamos con su última transformación para ‘This Must Be the Place’ (id, Paolo Sorrentino). Esperemos que las próximas décadas siga sorprendiendo con su coraje y su talento, porque de ambos anda sobrado.
Su aportación como cineasta
De sus cuatro largometrajes, posiblemente sea ‘Hacia rutas salvajes’ (‘Into The Wild’, 2007), la bella y trágica aventura de Alexander Supertramp, su película más completa. Una que quizá habría protagonizado él mismo de haber contado algunos años menos (aunque Emile Hirsch está muy bien), y es que es la historia más personal y con la que se siente más identificado de todas las suyas. Pero ni ‘Extraño vínculo de sangre’ (‘The Indian Runner’, 1991), ni ‘Cruzando la oscuridad’ (‘The Crossing Guard’, 1995), ni desde luego ‘El juramento’ (‘The Pledge’, 2001) son nada desdeñables. En ellas supo dejar su huella la contradictoria e intensa personalidad de un gran hombre de cine.