Pese a que el actor posee en cine una libertad mucho menor de la que por ejemplo disfruta en el teatro, puesto que es el director de cine el único que elige su material con total independencia, un intérprete inteligente siempre tiene posibilidades de fraguar una carrera que, aunque nunca estará a salvo de la irregularidad, pueda hacerle sentirse orgulloso. Mucho más si es un gran intérprete, y más aún si es un intérprete famoso y con poder. El neozelandés Russell Ira Crowe es un gran intérprete, y gracias a su tesón y a su fuerza de voluntad, llegó a ser famoso y a disfrutar de bastante poder. Pero ni siquiera todo eso le ha servido para no echar a perder una carrera que en la segunda mitad de la década de los noventa se auspiciaba como impresionante, y que a día de hoy sólo se puede calificar como decepcionante, siempre respecto a las enormes posibilidades y expectativas que alguien de su talento puede suscitar.
De sangre galesa, maorí y noruega, Crowe nació en Wellington hace ya cuarenta y seis años, y sus muy humildes comienzos no le desanimaron para llegar a convertirse en la estrella (herida) que es hoy día. Cuando en 1996, siendo aún un don nadie en la industria, un tal Francis Ford Coppola quiso cenar con él en París para hablarle de un gran proyecto personal titulado ‘Megalópolis’, ya quedaba claro que aunque sus trabajos hasta entonces no eran gran cosa, Crowe llamaba la atención porque existía en él un brillo de diamante en bruto que pedía a voces ser desbastado. Aquel proyecto personal nunca se hizo realidad, y Coppola y Crowe nunca trabajaron juntos. En lugar de eso, se convirtió en el actor fetiche de Ridley Scott, que al mismo tiempo que le ofrecería uno de los papeles de su vida, también le convencería para trabajr en posteriores proyectos que han terminado por empequeñecer la promesa de un coloso de su oficio.
Russell Crowe es uno de esos actores formidables a los que me gusta llamar actores de puro instinto, porque pese a su gran preparación previa en los papeles que interpreta, dan la impresión de actuar de instinto, completamente naturales, sin fingimiento alguno. Crowe pertenece a la estirpe de actores-creadores, que a su inmensa pegada fotogénica, a su carisma indomable, a la humanidad o violencia de su mera presencia, incorpora una energía a lo Brando, a lo Newman, completamente involuntaria, y alrededor de la que gravita cualquier secuencia en la que aparezca, como un meteoro sobre el que se fundamenta todo lo demás, y que condiciona cualquier película en que participe. Poseedor de un físico envidiable (aunque, según ha quedado demostrado, también cambiante…), de unos ojos muy azules y muy fríos capaces sin embargo de transmitir una gran compasión y dolor, de un cierto componente de desequilibrio salvaje, y de una sonrisa abierta y franca, Crowe dejó de ser ese actor instintivo hace ahora exactamente diez años, con la única salvedad de su excelente rol del mítico Jack Aubrey.
Ya en dos filmes tan olvidables como ‘Virtuosity’ (id, Brett Leonard, 1995) o ‘Rápida y mortal’ (‘The Quick and the Dead’, Sam Raimi, 1995), su rostro desconocido se te quedaba en el cajón de trastos de la memoria, pero ya habia participado en la entrañable ‘Nosotros dos’ (‘The Sum of Us’, Geoff Burton, Kevin Dowling, 1994) o en la reivindicable ‘Romper Stomper’ (id, Geoffrey Wright, 1992), que le valió el salto a California. A la floja ‘Hechizo en la ruta maya’ (‘Rough Magic’, Clare Peploe, 1995), le siguió uno de esos trabajos que sólo se pueden calificar de deslumbrantes, de genio incontestable. Me refiero, por supuesto, a su Bud White de ‘L.A. Confidential’ (id, Curtis Hanson, 1997), que Crowe encarnaba a lo grande, a lo Brando o De Niro, como sin esfuerzo. En un reparto excelente, él brillaba por encima de todos por derecho propio, emocionando en secuencias de acción, en diálogos, en momentos íntimos, en silencios. Toda una lección de cine, un personaje trabajado principalmente con los ojos y la mirada.
A tres trabajos alimenticios posteriores, que no merece la pena ni reseñar, le siguió otro triunfo: el atormentado científico de ‘El dilema’ (‘The Insider’, Michael Mann, 1999), uno de los filmes más completos de ese realizador, en el que no solamente estaba mejor que Al Pacino, sino que lograba que se te olvidara la presencia del mítico intérprete de Michael Corleone. Envejecido por necesidades del papel, Crowe se había convertido, de pronto, en un actor superdotado, camaleónico, generoso y valiente, como muy pocos o quizá ninguno de su generación, en una promesa de intérprete de referencia, confirmada un año después por otro trabajo superlativo, el de Máximo en la muy floja ‘Gladiator’ (id, Ridley Scott, 2000). Crowe está tan alucinante, tan creíble, tan dolorosamente real, que es la película, simple y llanamente, y todas sus virtudes empiezan y terminan en él. No es de extrañar que le dieran el Oscar al mejor actor, merecidísimo. Lástima que ese papel extraordinario fuera el principio del fin, pues un año después daría vida al matemático John Nash, y se desvanecería el actor instintivo para transformarse en actor calculador, de método, de mentira al fin y al cabo. Su penosa interpretación, llena de tics y gestos de actor falsario, en uno de los filmes más vergonzantes de la historia, que hacía un espectáculo lacrimógeno del terrible drama de la esquizofrenia, era indigna de su gran talento.
Por lo menos aún pudo hacer de Jack Aubrey en la estupenda ‘Master and Commander: Al otro lado del mundo’ (‘Master and Commander: The Far Side of the World’, Peter Weir, 2003), en la que clavaba al capitán del navío de guerra inmortalizado por Patrick O’Brian, muy bien secundado por Paul Bettany, pero de pronto parece que Crowe ha perdido la ambición y la energía que le sobraban en años anteriores, demasiado breves. Los cuatro papeles posteriores que ha interpretado para Ridley Scott son un póker de interpretaciones olvidables, hechas sin convicción, a desgana, y con su imponente físico cada vez más deteroriado. Ni la lamentable ‘Un buen año’ (‘A Good Year’, 2006), ni la aburrida y absurda ‘American Gangster’ (id, 2007), ni la estúpida ‘Red de mentiras’ (‘Body of Lies’, 2008), ni la bochornosa (aún peor que la de Costner) ‘Robin Hood’ (id, 2010) añaden a su carrera otra cosa que no sea estabilidad económica. Muy triste si pensamos en la apoteósica figura de ‘L.A. Confidential’ o ‘Gladiator’, aunque aún pudo hacer un buen trabajo (un juego de niños para un tipo con su talentazo) de la muy digna ‘El tren de las 3:10’ (‘3:10 to Yuma’, James Mangold, 2007), en la que ya se puede apreciar que Crowe es un gigante dormido al que hay que despertar con urgencia.
Supongo que nadie se sorprenderá si sostengo que sería una buena idea profesional y creativa para Crowe desvincularse de la carrera siempre descendente de Ridley Scott, uno de los cineastas más sobrevalorados de la entera historia del cine. Pero tampoco sería justo achacar todos sus fallos a su admiración y amistad por el cineasta de origen británico. Supongo que Crowe aún está a tiempo de enderezar y de volver a demostrar lo grande que es, pues todavía no es demasiado mayor y talento e inteligencia le sobran. Ya veremos qué tal su próxima película con Paul Haggis, que pinta bastante bien. Yo creo que lo mejor de este artista aún está por llegar, porque de momento ha dado mucho menos de lo que prometía.
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