“Nunca me he encontrado realmente cómodo con la vida real. Siempre me sentí extraño con ella y cuando por fin pisé un escenario pude saber lo que es la libertad. Sentí que era un lugar en el que podía experimentar todo lo que da la vida, y la incomodidad había desaparecido”
Algún día sería magnífico elaborar una lista con los maravillosos actores secundarios que, en los años cuarenta y cincuenta, existían en España. Estirpe inigualable que hoy ha dado paso a actorcillos surgidos de la televisión basura. Del mismo modo, es imposible no rendirse a la maravillosa generación de actores principales surgidos en Estados Unidos en los años setenta y ochenta, que ahora representan la vieja guardia, y que no han encontrado una nueva generación que les sustituya, inundado el cine americano actual de estrellitas que en breve se estrellarán cuando sean incapaces de demostrar un talento que no tienen. Una de esas viejas glorias, cada vez con mayor aspecto de viejo chiflado (dicho desde todo el cariño que me producen los viejos chiflados, probablemente dentro de unas décadas seré uno de ellos), es el actor norteamericano Nick Nolte, quien a sus setenta años recién cumplidos ha dejado muy atrás su época de sex-symbol, pero que es uno de esos artistas a los que les cabe perfectamente la expresión “intérprete total”.
Porque en él convergen algunos factores que sin duda comparten otros actores legendarios: una presencia física magnética, irresistible; una voz profunda, grave y muy cultivada; una mirada capaz de fundir el hielo y de congelar el Sáhara; el coraje para interpretar a individuos muy dispares entre sí, a los que sin embargo él vincula gracias a una sensibilidad impresionante, capaz de hacernos empatizar con el interior más profundo de sus personajes. “Nolte” es tan sinónimo de perfección en el arte de interpretar como Lubezki o Serra en el de iluminar, o Murch o Schoonmaker en el de montar. Majareta, apasionado, vitalista, rebelde y genial, su furia interpretativa, casi una “terribilitá miguelangelesca”, le convierten en maestro de maestros de su oficio. Un oficio que para él es una forma de vida, un vehículo para expresar su verdadero y muchas veces trágico e imperfecto yo, ese que en la vida real le convierte en un tipo extraño, y que en el arte le convierte en un coloso.
El príncipe de los actores
Cuentan que de joven era tan apuesto, que no tuvo ningún problema en ganarse la vida como modelo, cosa que hizo a finales de los sesenta e inicios de los setenta. Pero como su talento como actor era evidente, tampoco tuvo ningún problema en introducirse en el teatro, medio en el que triunfó nada más llegar, y en la televisión, en la que alcanzó el nivel de superestrella gracias a su mítico papel en ‘Hombre rico, hombre pobre’ (‘Rich Man, Poor Man’, 1976). Sin embargo, su carrera en cine, durante los años ochenta, no le brindó la oportunidad de dar lo mejor de sí mismo, salvo en contadas ocasiones, como la vibrante ‘Límite: 48 horas’ (‘48 hrs.’, Walter Hill, 1982) o la emocionante y hermosa ‘Adiós al rey’ (‘Farewell to the King’, John Milius, 1989), trabajos a los que él aportaba su enorme humanidad, su sentido de la tragedia y del humor, y esa inimitable mezcla de dureza y fragilidad. Pero creo que hasta ‘El príncipe de las mareas’ (‘The Prince of Tides’, Barbra Streisand, 1991), un filme que contiene muchas cosas hermosas, lastradas por el ego y el innegable conservadurismo de su directora, no fue capaz de ser él mismo. Él es la película, en una interpretación portentosa, repleta de matices, de lecturas dramáticas y psicológicas, de explosiones de furia y de emoción.
Su tortuoso pasado como estrella de fútbol frustrada (sobre todo debido a sus muchos problemas de joven con la ley), más todo lo que no había podido sacar en otros papeles, se vio nítido en su Tom Wingo, fue nominado al Oscar, y empezó una nueva carrera para él, confirmada con la inolvidable ‘El aceite de la vida’ (‘Lorenzo’s Oil’, George Miller, 1992), y luego con varios papeles algo más interesantes que los de los años ochenta. Aunque sin duda el mejor de todos ellos, el más terrible y salvaje, fue su brutal Wade Whitehouse de la magistral ‘Aflicción’ (‘Affliction’, Paul Schrader, 1997), una de esas películas que es convienente visionar en el apropiado estado de ánimo, pues te lo aplasta sin remisión. Transformado en un hombre maduro, casi simiesco, de profundo dolor espiritual, Nolte bordaba a ese tipejo inmundo por el que terminamos sintiendo una inmensa compasión, pues en él se dan cita un vacío existencial y una autodestrucción desoladoras. Sencillamente, no se puede encontrar un trabajo interpretativo mejor que este, menos agradecido, más valiente y más tenebroso.
Habiendo alcanzado ya esas cimas, encontramos su último papel verdaderamente grande en la ya proverbial (que cada vez va quedando más entre los cinéfilos como la obra sublime que es) ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, Terrence Malick, 1998) (de la que ya hemos hablado largo y tendido en este blog), en la que da vida al mal absoluto en su forma más ambiciosa: la de su coronel Tall, enfrentado en una escena estremecedora al bien absoluto en su forma de compasión por el no menos grande Elias Koteas con su capitán Staros. A partir de ahí la carrera de Nolte la han conformado pequeños papeles, más apariciones estelares y “de carácter” que verdaderos personajes, quizá ya hastiado de tanto luchar por conseguir algún buen papel, y entregado a su oficio más por diversión, mientras se lo pasa bomba encerrado en su casa con sus extraños experimentos, cada vez más parecido al loco pintor de ‘Apuntes del natural’ (‘Life Lessons’, Martin Scorsese, 1989) que al romántico idealista de ‘Hombre rico, hombre pobre’, sabiendo quizá que ya es uno de los más grandes del difícil estado del ser que es la interpretación.
Mis momentos favoritos de Nolte
Muchísimos, para qué negarlo. Cuando se arranca la muela con unos alicates en ‘Aflicción’ podemos ser testigos de la autodestrucción en su sentido más literal, pero cuando echa a llorar en los brazos de la Streisand en ‘El príncipe de las mareas’ accedemos a otro estadio del dolor: el de la catarsis dulce y purificadora. He nombrado su fenomenal pelea contra Koteas en ‘La delgada línea roja’, pero de esa película también puede rescatarse el momento en que queda solo y en silencio, mirando a la nada, buscando los rescoldos de su humanidad. Su despedida y sus combates de ‘Adiós al rey’, su pasión sexual devoradora de ‘Apuntes del natural’. Hay para escoger.