Nos enterábamos hace pocas horas de que, alrededor de la una y media de la tarde, fallecía uno de los actores más importantes de la entera historia del cine español. Se despide así de nuestra cinematografía, dejándola un poco más huérfana, si cabe, después de la desaparición de Fernando Fernán Gómez, uno de los rostros con los que más hemos identificado una época y una manera de hacer películas en este país.
Tenía 87 años cuando fallecía, al parecer en su propia casa y rodeado de su familia y círculo más íntimo, dejando a sus espaldas un inmenso legado en teatro, cine y televisión, pues sus representaciones son incontables, sus películas son más de cien y sus apariciones televisivas numerosas y variadas. Un verdadero todoterreno, dueño de un talento inusitado para eso tan resbaladizo e incomprendido conocido como tragicomedia, que vendría a ser, quizás, aquello para lo que nació este madrileño de fisonomía tan castiza, el vecino de enfrente español.
Nacía López Vázquez en 1922, muy cerca de los legendarios cines Doré, en el seno de una familia humilde y con problemas de comunicación, según él mismo ha afirmado muchas veces. Debido a una vida gris y monótona, se aficionó muy pronto al cine, y se volvió un fan irredento de Buster Keaton y, más tarde, de las Screwball Comedies. Pero lo que primero quiso ser el joven López Vázquez fue pintor, y aunque su humilde condición le arrinconaba en trabajos de segunda categoría, logró ganarse la vida como creador de carteles de películas.
Todo cambió, por supuesto, cuando conoció a un director esencial del cine español, Luis García Berlanga, que con gran criterio se fijó en la enorme capacidad de este hombre para hacer lo máximo con lo mínimo, y para captar toda la atención de la cámara a pesar de que, muchas veces, sus papeles más importantes eran de esos llamados secundarios (patraña heredada del teatro, que tanta confusión crea respecto al trabajo de un actor). La admiración fue mutua, hasta tal punto que terminó participando en un gran porcentaje de las películas del gran director valenciano.
Pero quizá la mejor de todas ellas, y en la que el intérprete dio lo mejor de sí mismo, a pesar de que, una vez más, se trataba de un rol secundario, fue ‘El verdugo’. En ella su personaje era episódico, pero él ofrecía una presencia arrolladora, plena de verdad e intensidad, en la que se sustentaba gran parte de la genialidad de aquella obra irrepetible. De hecho, López Vázquez siempre fue un corredor de fondo en la eternamente cainita España, y en la siempre traidora industria española. Aguantó trabajando en papeles olvidables a los que él aportaba su personalidad y su intuitiva presencia, tan difícil de imitar y de describir.
Bordó lo excepcional en la hoy bastante olvidada ‘Mi querida señorita’, y otros como la mítica ‘El pisito’. Berlanga decía de él que poseía algo que él bautizó “la revolera”, su quiebro o toque final. Sin ese toque final, piezas tan celebradas como la que le dirigió Antonio Mercero, ‘La cabina’, no serían lo mismo, carecerían de la credibilidad y la verosimilitud que les otorgaba este intérprete. Con él, podías sufrir y sentir a través de él, porque a fin de cuentas era uno como cualquier otro en su humanidad.
Decía que estaba desilusionado porque a pesar de su fama, de su prestigio y de los continuos reconocimientos con que le agasajaban, apenas le llegaban guiones para seguir saliendo en la gran pantalla. No era rencoroso, pero le dolía que, en su ancianidad, nadie le diese más oportunidades. Supongo que se olvidó de en qué país vivimos: ese que, en cuanto puede, se ríe de sus más grandes hombres, como si cualquier pudiera ocupar su lugar.
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