“Hay algo en mis ojos de perro apaleado que le hace pensar a la gente que soy buena persona”
Algunos artistas no tienen que esforzarse por hacer cine, al menos en apariencia. Ellos son cine. Los dos hechos más importantes de la vida de Steve McQueen fueron que su padre les abandonara a él y a su madre cuando apenas contaba seis meses de vida, y que su madre, por esa razón o por otras, que tanto da, fuese alcohólica toda su vida. Aún en el caso en que Terrence Steve McQueen no hubiera decidido hacerse actor, su furia interior, su arrolladora energía vital, habrían hecho de su vida una película. Y mucho se tuvo que cansar de sus años en la granja de unos familiares que cuidaron de él, porque, aburrido de sus familiares y de una vida sin futuro, llegó a formar parte de bandas callejeras, y a ser arrestado varias veces por pequeños hurtos y vandalismo. Uno de los sucesivos maridos de su tía llegó a apalizarle severamente, lo que no provocó otra cosa que ahondar en su íntimo desprecio, y a la vez anhelo, por la figura paterna. De su tumultuosa juventud le rescató la disciplina del ejército, que, aunque volvió a sacar lo peor de él, también sacó lo mejor.
De impresionante físico desde su juventud, sólo sus capacidades atléticas pueden explicar que un muchacho disléxico, y con una sordera parcial, pudiera entrar en el Cuerpo de Marines a los 17 años. Cuerpo en el que, debido a su rebeldía congénita, sufrió las consecuencias (en forma de marginación y muchos días en el calabozo) de sus continuadas insubordinaciones, de su violencia a menudo descontrolada, hasta que salvó a algunos compañeros en un ejercicio de prácticas. De su paso por la granja y por el ejército, dice que aprendió muchas cosas, tanto de sí mismo como de la gente que le rodeaba. Pero nosotros podemos deducir la bulliciosa personalidad de un hombre que se pagó sus estudios de actor en carreras de coches y motocicletas los fines de semana. Porque para él, en el fondo, lo primero era la velocidad y el motor. Y todo lo demás, incluso su cada vez más mítica carrera cinematográfica, era completamente secundario. ¿De qué huía McQueen o hacia donde se dirigía a toda velocidad? Sólo el lo sabía. Pero huyera o corriera buscando algo, siempre lo hacía con mucho estilo.
Siempre recuerdo la sonrisa con la que termina su explicación, a Richard Attemborough, de las posibilidades de escaparse en ‘La gran evasión’ (‘The Great Escape’, John Sturges, 1963), una vez descubren que el túnel se ha quedado corto. Yo creo que la naturalidad de McQueen, esa que le hizo ganar el corazón y el recuerdo de tantos aficionados al cine, provenía de que, en realidad, McQueen hablaba siempre de sí mismo, con una fuerza expresiva y una sinceridad que le convertían en verdadero autor de sus personajes y casi de las historias que protagonizaban. Quizás esa sonrisa la había practicado consigo mismo muchas veces. Cuando peor iban las cosas, cuando más solo se sentía, más meritorio era componer esa sonrisa. Detalles como esos son los que forjaron una carrera que apenas se extiende en veintipocos años, después de debutar en el cine, no acreditado, en ‘Marcado por el odio’ (‘Somebody Up There Likes Me’, Robert Wise, 1956), y de por fin ser acreditado en la película de otro Robert, esta vez Stevens, en ‘Never Love a Stranger’ (1958).
¿Quién podía imaginar que, en los cercanos años sesenta, McQueen se convertiría en la mayor estrella del mundo del cine, con apenas una olvidable experiencia en series televisivas y papeles sin interés? Si Sturges confió en él en el remake de ‘Los siete samuráis’ (‘Sichinin no Samurai’, Akira Kurosawa, 1954), titulado ‘Los siete magníficos’ (‘The Magnificent Seven’, 1960), fue porque vio algo en aquel chaval delgado y de penetrantes ojos azules, aunque no le concediera muchas líneas de diálogo. Muchos se quedaron más con su cara que con la de Brynner. Fue la sutil llegada de un duradero icono justo en el principio de esa década ruidosa. Hay algunos que estaban predestinados a ser lo que fueron, y que estuvieron en el momento justo en el lugar apropiado. Más allá de que McQueen fuera un actor bueno, malo, regular, interesante, desfasado, histriónico, egoísta para sus compañeros de reparto, déspota en su éxito y generoso en sus miserias, se establecía su feroz sinceridad con total primacía sobre sus, no pocas, virtudes como actor. Un actor muy físico que cuando hablaba era poderoso, pero cuando callaba más.
La fugacidad de una presencia irresistible
Los años sesenta, con todo lo que signicaron en el nacimiento de la contracultura en Estados Unidos, con la pérdida de la inocencia de aquel país, tomaron a McQueen como referente del antihéroe que, antes que nada, mantiene el tipo cuando todo se derrumba (a pesar de que defendió públicamente la necesidad de la Guerra de Vietnam). Cuando en 1963 protagoniza ‘La gran evasión’, película en la que, por momentos, él parece ir a su aire, ya es una estrella gigantesca, con el nombre antes del título, y eso que sólo ha protagonizado, después del ya mencionado remake de Sturges, un bélico no demasiado notable a las órdenes de Don Siegel en 1962, ‘Comando’ (‘Hell is for Heroes’), otro bélico aún menos destacado a las órdenes de Philip Leacock, ‘El amante de la muerte’ (‘The War Lover’, 1962), y una comedia ya olvidada en 1961, ‘Zafarrancho en el casino’ (‘The Honeymoon Machine’, Richard Thorpe). Pero poco importa, pues desde aquella memorable evasión su carrera es como una estrella fugaz destinada a brillar más que ninguna otra, a dejar huella y a durar muy pocos años, pues un cáncer salvaje le derrotó en pocos meses cuando ya rondaba los cincuenta años.
Dos películas dirigidas por Robert Mulligan, un tanto anticuadas tantos años después, una floja adaptación de Faulkner, o algunas otras películas alimenticias, no impidieron que McQueen se convirtiera en el rey de lo cool, con varios papeles que parecían confeccionados a medida, hasta el punto de que se podían llamar películas “de” Steve McQueen, aunque las dirigieran siempre otros. La vibrante (quizá una de las películas más redondas de la apática filmografía de Norman Jewison) ‘El rey del juego’ (‘The Cincinnati Kid’, 1965), el hermoso western ‘Nevada Smith’ (id, Henry Hathaway, 1966), el apasionante drama ‘El Yang-Tsé en llamas’ (‘The Sand Pebbles’, Robert Wise, 1966), la ingeniosa ‘El caso Thomas Crown’ (‘The Thomas Crown Affair’, Norman Jewison, 1968) y la trepidante ‘Bullit’ (id, Peter Yates, 1968) conforman los peldaños de su imparable ascensión al Parnaso de Hollywood. Era el actor mejor pagado, el más famoso, el más admirado e imitado, y posiblemente el que con más fortuna se interpretó a sí mismo a lo largo de su carrera.
Salvo en la olvidable ‘Las 24 horas de Le Mans’ (‘Le Mans’, Lee H. Katzin, 1971), en la que por fin cumplió su sueño de interpretar a un piloto de carreras, creo que sus papeles de los setenta son los más complejos y los más arriesgados de su carrera. Continuó fiel a sí mismo: interpretándose a sí mismo, o al menos llevando a los papeles a los territorios íntimos que le impulsaban a interpretarlos. Si esa fuera la vara de medir de un actor, pocos fueron iguales o mejores que él. Encontró en el gran Sam Peckinpah una personalidad artística y un ego comparables a los suyos, y le regaló dos de sus trabajos más completos: el de especialista en rodeos, perdedor nato y nostálgico y anacrónico, de ‘Junior Bonner’ (id, 1972), y el de ladrón profesional en la magnífica ‘La huida’ (‘The Getaway’, 1972). La pasión de Bonner por los rodeos es comparable a la de McQueen por las carreras, verdadero centro de su vida, y en el pasado del Doc McCoy de ‘La huida’ no es difícil imaginar el registro delictivo de McQueen. Pero sería en ‘Papillon’ (id, Franklin J. Schaffner, 1973) y en ‘Un enemigo del pueblo’ (‘An Enemy of the People’, 1978), en la que daría, a mi juicio, lo mejor de sí mismo.
En ambas, muy alejadas (sobre todo la segunda), de esa imagen cool e impertérrita que tanto se afanó en mantener ante el mundo, McQueen desnuda su alma, literalmente, ante la cámara. Es más actor, creo, que nunca. En la soberbia película de Schaffner ofrece una interpretación descarnada, otoñal, de una melancolía y una dignidad arrasadoras. McQueen, un viejo de cuarenta y tres años sin el menor tic, sin la menor concesión ni al espectador ni a sí mismo. Y en la segunda, ya caracterizado como un anciano (aunque aún le quedaban dos películas antes de morir, en las cuales “algo” quedaba del enérgico McQueen de pocos años antes…), empezaba a mirar a la muerte. Dicen que una exposición prolongada al amianto (durante su época de marine, quizá, o en algún rodaje) es la única explicación a un cáncer tan fuliminante, que se extendió por todo su cuerpo con voracidad y le dejó hecho la sombra de lo que había sido, en pocos meses. Un formidable atleta vencido por una enfermedad que a tantos otros artistas ha fulminado. Cuentan que McQueen aún pudo componer su icónica sonrisa (¿sería parecida a aquella que le dedicaba a Attemborough?) cuando le anunció a su esposa que se rendía.
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